A Paloma Chamorro
En una desigual batalla contra el olvido, el autor recrea en apenas unas líneas los buenos momentos vividos junto a la amiga que se fue
HOLA, PALOMA!
Me pregunto por qué te escribo esta carta. Llevo días evocándote para prepararla, enfrascado en una reconstrucción aproximada de nuestras muchas conversaciones, empeñado en una ilusoria recreación de nuestra relación. Puede que este ejercicio me ayude a anclar tu recuerdo en lo más profundo de mi aparato afectivo. Sé por experiencia que el paso del tiempo termina desdibujando a nuestros seres queridos muertos. Al cabo de unos meses comienza a desvanecerse su aspecto y, después de unos años, el amor que habíamos sentido por ellos, privado del contacto íntimo y recíproco que lo nutría cotidianamente, acaba convirtiéndose en un sentimiento abstracto, en una emoción difusa.
Nos conocimos a mediados de los años ochenta por un asunto profesional. Se trataba de retransmitir en directo un desfile de Sybilla en tu nuevo programa La estación de Perpiñán. Yo era un pipiolo provinciano y tú un mito. Para mucha gente de mi edad, La edad de oro, el programa de televisión que dirigías y presentabas y que había dejado de emitirse poco antes, era un referente generacional. El proyecto con Sybilla se frustró y no nos volvimos a ver. Meses después, el Vanity Fair americano publicó a toda página una conmovedora fotografía tuya hablando en Nueva York con un Robert Mapplethorpe casi moribundo. Recorté la foto y te la envié por correo con una nota. Una noche, coincidimos en Chicote y me confesaste que mi gesto te había emocionado. A partir de entonces nos vimos con más regularidad, especialmente cuando empezaste a vivir con Carolina, la que sería tu mujer hasta el final. Nos divertimos mucho los tres. ¿Te acuerdas del concierto de Kraftwerk en el Sónar?, ¿y de los 6 toros 6 de Joselito en las Ventas?, ¿y de nuestros viajes a Extremadura o a Egipto?… La combinación de las dos, tan contrarias y tan complementarias, resultaba irresistible. Con los años, me di cuenta de que, de alguna manera, cada una de vosotras contenía a la otra. Era fácil detectar en la atolondrada Carolina destellos de una sensatez innata, y en la estricta Paloma, arrebatos de genuina vehemencia. Te confieso que siempre atribuí tu carácter severo (en el fondo, inofensivo) al legado moral que recibiste de tu adorado padre, caballero español y progresista de viejo cuño, que te transmitió ciertos valores inalienables. Por ellos, a lo largo de tu vida, defendiste a sangre y fuego tu integridad ideológica, tu dignidad profesional y tu excéntrico estilo de vida. Te enfrentaste a los mediocres prebostes de la tele pública, a los fascistas ultracatólicos que te demandaron por blasfemia y, más recientemente, a la oleada de estúpido conservadurismo que arrasa la cultura occidental. Saliste de esos encontronazos con heridas de diversa consideración. La peor fue una pertinaz jaqueca que te sirvió de excusa para liquidar tu brillante carrera y retirarte silenciosamente a una casa en el campo rodeada de mastines, libros y canutos de maría. Fue allí donde nuestra amistad alcanzó su plenitud. Regresé a esa casa para visitar a Carolina ya viuda. Paseando afligido por el jardín que cuidabas con tanto esmero y delicadeza, fui consciente de cuánto te echaba de menos, de lo mucho que me habías consolado cuando estaba triste o desorientado y de que tu muerte, inevitablemente, hacía mi vida más anodina. Y, aunque no puedas oírme, he escrito esta carta para decírtelo, mi querida Paloma. Ahora ya lo sé.
Luis Arias fue director general de Sybilla de 1985 a 2003.
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