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Columna
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Una primavera agostada

La dimisión de Buteflika no significa el fin de la crisis en Argelia, sino que plantea en toda su dimensión la gran incógnita: qué derrotero acabará tomando el pulso al poder de la calle. Una comparativa con la grave crisis de los noventa arroja algunas pistas

María Antonia Sánchez-Vallejo
Ciudadanos argelinos festejan la dimisión del presidente Abdelaziz Buteflika, en Argel, el pasado 5 de abril.
Ciudadanos argelinos festejan la dimisión del presidente Abdelaziz Buteflika, en Argel, el pasado 5 de abril. RAMZI BOUDINA (REUTERS)

Argel, primeros años noventa. Bajo un enjambre de parabólicas para captar Canal Plus, que los piadosos llaman Blis (Satán en árabe), miles de hittistes, jóvenes ociosos apoyados en las paredes (de hit, muro), asisten al inédito espectáculo de la democracia. Unas 40 formaciones —muchas de ellas denominadas partidos-taxi, porque sus líderes y militantes cabrían holgadamente en uno— concurren a las urnas. El Frente Islámico de Salvación (FIS), primer partido islamista legal en el mundo árabe, logra el 54% de los votos en los comicios locales de 1990, y en la primera ronda de las generales, en diciembre de 1991, el 47%.

Todo lo demás es sabido: el Ejército al mando, los tanques en la calle y la dimisión forzada del presidente Chadli Benyedid para evitar, en enero de 1992, la reválida de los barbudos, esos que afablemente prometían a los periodistas extranjeros que el gas para Europa no correría peligro ganara quien ganase. Una Europa, por cierto, aquiescente: ante el golpe de Estado y ante la proscripción del FIS y de sus líderes.

Salvo la década de guerra sucia entre islamistas y fuerzas de seguridad que siguió, poco o nada ha cambiado, ni siquiera el trampantojo de la democracia. Los hittistes son hoy los harraga, los jóvenes que se echan al mar en una patera. La falta de expectativas sigue siendo la misma, o mayor, tras décadas de latrocinio de un partido-Estado, el FLN, dedicado a esquilmar en beneficio de su camarilla los ingresos por hidrocarburos o por la privatización de tierras públicas. Más inmutable es el papel del Ejército como árbitro de la situación, atrapada entre el búnker del poder y el clamor de la calle. Y qué decir de la oposición, jibarizada por el régimen: al margen de la incógnita islamista, hoy tendría cabida en un taxi.

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La lucha entre poderes fácticos se recrudece: veteranos de guerra, oficiales, apparatchiks del FLN y oligarcas, retroalimentándose. El espantajo de la violencia como amenaza, pero también como vacuna. La explosión demográfica, la masificación precaria de las urbes y sus jóvenes sin arraigo, la corrupción, el desempleo; los radicales cantos de sirena en las mezquitas, primordial forma de política social.

Argelia vivió su primavera en los noventa, tras la sangrienta revuelta del pan de 1988; como en el resto de los países árabes, terminó agostada. Muchos esperan una reedición de las de 2011, pero bastaría acaso con dilucidar qué porfía es más legítima, el anhelo ciudadano de un Estado de derecho o la imperiosa estabilidad del país, que el régimen pretende hacer coincidir con la suya. Valga como respuesta, de momento, la advertencia profética de Camus en Crónicas argelinas: “En Argelia es suficiente con la sangre para separar a los hombres. No añadamos encima la estupidez y la ceguera”.

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