Chadli Benyedid, entre uniformados y barbudos
Expresidente de Argelia, protagonizó un golpe de Estado en 1992 para impedir la llegada al poder de los islamistas
En enero de 1992, con el beneplácito de la comunidad internacional —y especialmente de sus vecinos del norte, temerosos de que un relevo en el poder perturbase el suministro de gas natural—, el régimen argelino sacó los tanques a la calle para impedir una victoria en segunda vuelta electoral de los barbudos del Frente Islámico de Salvación (FIS). Los islamistas habían dado ya varios sustos: alentar entre bambalinas la denominada revuelta de la sémola, en 1988, una explosión de descontento social que anticipaba males mayores; arrasar en las municipales de junio de 1990, y ganar la primera vuelta de las elecciones legislativas, en diciembre de 1991. Pero ese asalto final al poder era algo que el Gobierno del Frente de Liberación Nacional (FLN), asentado sobre una cúpula militar indisolublemente unida a los designios de la Argelia independiente, no estaba dispuesto a consentir.
El triunfo del FIS no solo presagiaba la marea verde que desde entonces se ha cernido sobre buena parte del ámbito árabo-musulmán, también se llevaba por delante al entonces presidente del país, Chadli Benyedid, que falleció el 6 de octubre en el Hospital Militar de Argel a los 83 años víctima de un cáncer. Políticamente, Benyedid murió al disolver el Parlamento ese mes de enero de 1992, antes de finalizar su tercer mandato como presidente. La versión oficial es que lo hizo motu proprio, pero la realidad se vistió camufladamente de uniforme: altos cargos del Ejército le obligaron a hacerlo. Ese golpe de Estado apenas encubierto desató una espiral de violencia que se ha cobrado más de 200.000 muertos y causado daños por más de 20.000 millones de dólares.
El protagonismo del Ejército en Argelia se ha desarrollado en paralelo a la vida de Benyedid, y viceversa. El propio FLN, junto con su brazo armado, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), fue el artífice de la independencia del país en 1962; partido único durante casi tres décadas, enseguida logró patrimonializar el Estado en beneficio de su casta dirigente, vestida de civil o de caqui. Solo a raíz de las protestas de 1988, que se saldaron con cientos de muertos, el régimen abrió la mano al multipartidismo a comienzos de 1989. La eclosión democrática fue tal que a las legislativas de 1991 concurrieron decenas de los denominados partidos-taxi: aquellos cuyo liderazgo y militancia al completo cabían en uno de esos vehículos.
Benyedid, como sus correligionarios Huari Bumedián o Abdelaziz Buteflika, fue uno de los dirigentes de la guerra de liberación argelina contra Francia, potencia colonial, y eso les otorgó legitimidad histórica —y teóricamente política, o al menos eso pretendía transmitir el partido único— prácticamente hasta la irrupción de los islamistas en el panorama político.
Tras desempeñar distintos oficios, en 1954 se incorporó al ELN, fue nombrado enseguida comandante en jefe y en 1969, con la independencia recién estrenada, llegó a coronel; 10 años después, en enero de 1979, se convirtió en el tercer presidente del país tras la muerte de Bumedián, renovando su mandato a finales de 1988. Bajo su presidencia se promulgó la Constitución plural, por lo que los consabidos panegiristas le lloran estos días como padre de la democracia argelina, pero también se adoptaron, en 1991, medidas de excepción para atajar la emergencia islamista.
Tras un calculado trabajo de zapa en labores de asistencia social y comunal, abriendo las mezquitas a los jóvenes, los parados y los desfavorecidos, los islamistas —aún no radicalizados entonces, lo más duro estaba por venir— penetraron desde finales de los años setenta el tejido social de Argelia. La pujanza de los países árabes productores de petróleo se hacía sentir tras la crisis de 1973; también la progresiva arabización del país (se dice que el propio Benyedid hablaba a duras penas árabe). La suma de todo ello dio fruto, esa victoria frustrada por los tanques del FIS.
Pero la guerra sucia, los años de fuego y plomo en que se sumió Argelia tras la interrupción del proceso electoral, sembraron el terreno para que, dos décadas después, otros barbudos mucho más peligrosos, los de Al Qaeda en el Magreb Islámico, se enseñorearan de parte del territorio norteafricano. Las novelas de Yasmina Khadra (Alianza Editorial) ilustran bien el proceso de barbarie colectiva y desatinos políticos en que se fraguó todo ello; y puede que también lo hagan, aunque con distinto interés literario, las memorias de Benyedid, que verán la luz el próximo 1 de noviembre. Ese día, en 1954, arrancó la heroica gesta de la liberación nacional argelina. Una manera como cualquier otra de cerrar el círculo.
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