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Tribuna
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La era de los reptilianos

Las teorías conspirativas presuponen que los dos lados de una disputa científica o social deben tener la misma veracidad

Lucía Lijtmaer
Logotipos de Twitter, YouTube y Facebook.
Logotipos de Twitter, YouTube y Facebook. AP

Son tiempos de lagartos. No hay más que observar a nuestro alrededor: le han denegado el visado australiano al polémico David Icke, negacionista del Holocausto y creador de teorías conspirativas sobre reptilianos humanoides. Icke iba a dar charlas sobre gobernantes reptilianos y manipulación y control mental gubernamental.

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YouTube anunció hace menos de dos meses que cambiará sus algoritmos para que dejen de recomendar tantos vídeos de teorías conspirativas. Facebook acaba de anunciar el fichaje de Newtraly y Maldita.es para combatir las noticias falsas en su plataforma. La agencia France Presse también extenderá a España su acuerdo de verificación con Facebook, que ya tiene en otros 15 países. La BBC ha decidido vetar en sus debates a las personas que defiendan posturas negacionistas con respecto a teorías que tienen un consenso científico universal. Netflix documenta en La tierra es plana uno de los fenómenos contemporáneos que más rápidamente se están extendiendo: los terraplanistas.

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Parece, pues, que hemos aceptado que estamos rodeados de teorías conspirativas y que estas suponen enormes peligros sociales y políticos. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí en tan poco tiempo? ¿Cuándo nos acostumbramos a relatos conspiranoicos que ahora es necesario frenar?

Como explicaba Chris French a BBC News, las teorías conspirativas “son transversales en cuanto a clase social, género y edad”, y presuponen la falacia de que los dos lados de una disputa científica, social o política deben tener la misma veracidad. Si a eso le sumamos que una teoría conspirativa tiene, por defecto, la capacidad narrativa de crear patrones regulares podemos comprender que sean materia de seducción. Nuestro presente parece haber acelerado el poder de las conspiraciones: cada vez son más frecuentes ideas tóxicas sobre élites que controlan el mundo o planes delirantes para la introducción de migrantes de origen musulmán con ayudas gubernamentales.

Habrá que fiscalizar las narrativas de las desinformación y comprobar también los intentos de las grandes plataformas por frenarlas

Hasta muy recientemente se presuponía que la carne de cañón de las teorías conspirativas era una masa uniforme de ignorantes y paletos capaces de sucumbir a las más absurdas teorías sin base alguna con respecto al origen del universo, el cambio climático, o el atentado de las Torres Gemelas. Pero un reciente artículo de Julia Ebner en The Guardian alertaba de los peligros para la democracia que suponen no únicamente las teorías conspirativas, sino su construcción material, su andamiaje. Ebner citaba el ejemplo de la comunidad Qanon, que empezó en el foro 4chan, y con claros paralelismos con las redes de acción de movimientos de extrema derecha como la Liga de la Defensa Inglesa y Pegida. En los últimos tiempos, Qanon ha cooptado manifestaciones de chalecos amarillos e impulsado las campañas de la línea más dura pro-Brexit. El informe The battle for Bavaria, del Institute for Strategic Dialogue, del que Ebner formó parte, utiliza un caso de estudio: las elecciones bávaras. En él se detalla cómo la comunidad internacional de extrema derecha se movilizó, principalmente a favor del ultraderechista Alternativa para Alemania, y reveló cuáles son las nuevas comunidades transnacionales de extrema derecha que emergen en Europa y cómo participaron activamente en la elección de Baviera, difundiendo teorías de conspiración y desinformación con aliados transatlánticos.

Ebner explica cómo al inyectar narrativas conspirativas en estos movimientos, sus miembros pueden aprovechar las redes existentes y alterar su dirección política. Una táctica utilizada es combinar hashtags conspirativos con los de campañas virales y temas que son trending topic en las redes. El ruido que genera es suficiente para distorsionar la percepción pública.

Quizás hay que dejar de entender esa narrativa de la desinformación como algo antropológicamente curioso, propio de una masa desinformada risible, y entender que se trata de un ejercicio de ensayo-error. Si se es capaz de crear los canales para que alguien piense que un reptiliano bebe tu sangre y controla tu voto, o que vivimos en un gigantesco terrario, es mucho más fácil de implantar y naturalizar que los inmigrantes reciben más ayudas del Estado que el resto o que el cambio climático es una teoría conspirativa enorme.

Habrá que fiscalizar estas narrativas, y también cuan reales son los intentos de las grandes plataformas por frenarlas. Por ejemplo: dos de los grandes creadores de contenido en YouTube, Logan Paul y Shane Dawson, publicaban vídeos coqueteando con teorías conspirativas —el terraplanismo y la orquestación de los incendios en California—. El vídeo de Dawson superaba los 62 millones de visitas. Ante la pregunta del medio The Verge a YouTube sobre si se aplicarían a esos vídeos las nuevas regulaciones anunciadas por la empresa, YouTube no ha aclarado su decisión. Sí ha respondido que al vídeo sobre terraplanismo no se le añadirá información que refute la teoría.

Oh, sí. Son tiempos de lagartos.

Lucía Lijtmaer es escritora.

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Sobre la firma

Lucía Lijtmaer
Escritora y crítica cultural. Es autora de la crónica híbrida 'Casi nada que ponerte'; el ensayo 'Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta' y la novela 'Cauterio', traducida al inglés, francés, alemán e italiano. Codirige junto con Isa Calderón el podcast cultural 'Deforme Semanal', merecedor de dos Premios Ondas.

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