Las gafas, de signo de debilidad a objeto ‘fashion’ que mueve millones
Las gafas se han impuesto como una forma de decorar la cara y hablar de quién es uno. Y son, también por eso, un negocio multimillonario
LO ESCONDÍAMOS, nos daba vergüencita: ser el chico de gafas —o, en mi pueblo, de anteojos— era de las peores cosas que podían pasarte cuando tenías seis o siete años, empezabas la escuela, te enfrentabas a la crueldad del mundo, te ganaba.
No eran nada nuevo. En su forma más primitiva, las gafas llevan un milenio dando vueltas: al principio fue un vidrio más o menos pulido que se apoyaba sobre las letras de la página; hacia el año 1300 y en Italia, a alguien se le ocurrió ponerle un armazón para acercarlo al ojo e inventó los anteojos. El aparato funcionó, pero no terminó de popularizarse hasta dos siglos más tarde, cuando un alemán imaginó la imprenta y muchos más pudieron leer: hay inventos que se adelantan a su uso.
El éxito duró: es una de las pocas tecnologías que, en esencia, siguen siendo iguales que hace siete siglos. Pero las gafas fueron, durante mucho tiempo, un signo de debilidad: las usaban los que no veían bien, los empollones, los que no servían para el derroche de los cuerpos. Las gafas eran para los debiluchos y los tristes y tímidos y demasiado serios, y se llevaban con la mayor discreción posible: si había miseria, que no se notara. Solo las exhibían ciertas mujeres de comedia mala, ese lugar común de la secretaria modosita que en algún momento se soltaba el pelo, revoleaba las gafas y se volvía una perra. Pero precisamente: para ser una mujer de temer debía sacárselas.
Hasta que cambiaron los materiales: hace unos años se lograron plásticos que funcionaban mejor, no se rayaban, permitían artilugios más livianos y más lindos. Y a algún genio desconocido se le ocurrió la astucia de siempre —hacer de necesidad virtud, de condena jactancia— y empezó a fabricar gafas muy notorias. Gafas caprichosas, coloridas, retorcidas, que se veían de lejos; las gafas dejaron de ser estigma para volverse un estandarte, escudo refulgente de hipster poco hecho. Las gafas se han impuesto como un objeto fashion, una forma de decorar la cara y hablar de quién es uno. Y son, también por eso, un negocio multimillonario.
Vivimos en una civilización de la mirada. Ya son pocas las cosas que hacemos con los ojos cerrados; nos pasamos la vida mirando. Y mirando, dicen, más o menos mal: dos tercios de los adultos necesitan alguna corrección para sus ojos y la cantidad sigue aumentando, gracias a pantallas y leds y demás desafíos para el ojo. Los niños surcoreanos, por ejemplo, que están entre los más conectados del mundo, han duplicado su proporción de miopes: ahora son el 95 por ciento de los chicos de 20.
Así que se fabrican y se venden más y más anteojos: ver para creer. Esa fuente inagotable de dinero estuvo, estos años, controlada por dos grandes corporaciones: Essilor, una francesa que produce la mitad de los lentes recetados que se venden en el mundo, y Luxottica, una italiana que fabrica un cuarto de los armazones pero posee las marcas más afamadas y vendidas, desde Ray-Ban y Ralph Lauren hasta Vogue y Chanel —pasando por todas las demás. Los dos gigantes se unieron el año pasado: EssilorLuxottica, con su riqueza consonante, va a vender 1.000 millones (1.000.000.000) de lentes y armazones cada año, va a valer unos 45.000 millones de euros y va a emplear a unas 140.000 personas. Querrá —y podrá— dominar lo que su gente llama nuestra “experiencia visual”.
Mientras, oenegés denuncian que en los arrabales del mundo hay más de 2.000 millones de personas que necesitan gafas y no pueden tenerlas, no pueden pagarlas. Un informe del Foro Económico Mundial propone proveérselas porque, si las tuvieran, “la economía global” produciría 200.000 millones de euros más por año. La caridad bien entendida suele ser el negocio de unos pocos.
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