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Columna
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Dejarte ciego

La política actual parece empeñada en lograr que se odien los hombres con las mujeres, los de aquí con los de allá, los taurinos con los que tienen perro y los que van al gimnasio con los que escuchan a Bach

David Trueba
El presidente del Gobierno, Pedro Sanchez tras su intervención en el pleno del Congreso.
El presidente del Gobierno, Pedro Sanchez tras su intervención en el pleno del Congreso. Jaime Villanueva (EL PAÍS)

La última sesión del Congreso dejó imágenes inhabituales. Se despedía la legislatura que nunca debió existir. Esa anomalía que contuvo una repetición de elecciones, además de un año sin formar Gobierno, y finalmente la reelección de Mariano Rajoy como presidente a costa del sacrificio del líder de la oposición a manos de su propio partido. Ese mismo líder que regresó para precipitar una moción de censura y un Gobierno de nueve meses que cierra el capítulo. La palabra incapacidad define las carencias para alcanzar pactos, entendimientos que no sean traiciones ni sumisiones.

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Para entenderse con el otro hay que ser doblemente inteligente. Lo asombroso de la sesión final fue el aplauso cerrado y generoso de todos los grupos con la presidenta de la Cámara, Ana Pastor, candidata a encabezar su partido cuando la cordura retorne. También los abrazos entre rivales, la confianzuda conversación noble entre muchos de ellos, el reconocimiento de una sintonía oculta. Se reprodujo la misma rara impresión que se despierta cada vez que Felipe González y José María Aznar comparten una charla o una conferencia presidida por el respeto entre ellos y el buen talante. La pregunta es: ¿cómo es esto posible?

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A juzgar por el discurso político inflamado de las últimas semanas, la enemistad es inalterable. Se desprecian y también se insultan, unos más que otros, bien es cierto. Y transmiten con empeño a la ciudadanía que los pactos entre ellos serán imposibles, que las diferencias son de tal envergadura que un país como España no es lo suficientemente grande para que convivan esas distintas sensibilidades ideológicas. Pero al mismo tiempo hay fugas de un partido a otro cuando personalidades no encuentran la escalera de subida en los organigramas de su agrupación. Y a diario vemos eludir responsabilidades a quienes las detentan por razones de mera supervivencia.

Habrá pactos al día siguiente si la aritmética electoral lo precisa. Entonces, ¿a qué viene esta atmósfera insufrible? Los votantes de Aznar y de González siguen más enfrentados que ellos mismos. Se fabrican ciudadanos incompatibles que se enseñan los dientes de una acera a la otra, de un balcón al otro. Se agitan las banderas para separarnos y hasta en las discusiones de tráfico se blanden argumentos políticos, bicicleta contra coche, peatón contra patinete, tú o yo.

La política actual parece empeñada en lograr que se odien los hombres con las mujeres, los de aquí con los de allá, los taurinos con los que tienen perro y los que van al gimnasio con los que escuchan a Bach. Todo eso es una puesta en escena de los odios más rentables. La locomotora electoral está alimentada por un combustible obsceno que se derrama por las calles, por los salones, a través de tertulias sostenidas con aspavientos y no con argumentos, por dicotomías imposibles donde has de decidir si prefieres matar a papá o a mamá. Muy ciegos hemos de estar para no escapar de ese bochornoso juego. Pero se estimula la ceguera. Nos lanzan ácido a los ojos. Nos sacuden donde más duele. Sentimos la espuela en el lomo. Somos caballos con anteojeras, galgos tras liebres, ratones hambrientos de queso rancio. Pero en realidad somos los dueños de todo esto. Necesitamos que nos muestren las diferencias evidentes entre unas prácticas políticas y otras, pero que lo hagan al mismo tiempo que exhiben su profesionalidad, su capacidad de acuerdo, su dinámica flexible y su talento para no transformar en algo personal lo que solo es una rivalidad saludable. Déjennos convivir.

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