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Columna
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Las palabras que echan humo

Manuel Rivas

¿Por qué se presenta como un problema la lucha de las mujeres por sus derechos? Angela Merkel, para la derecha española, sería Rosa Luxemburgo

HAY ALGO más terrible que el incendio que calcina un monte. Y es el segundo incendio. Ha pasado en el monte Pindo, en la ría de Corcubión, un lugar mítico, y no solo porque le llamen el Olimpo céltico, sino porque desde la cima ves el fin del mundo y un poco más allá. A los grandes incendios, en las noticias, se les suele poner el adjetivo de “pavorosos”. Hay veces que arde hasta el adjetivo. No queda nada. Ni la saudade de lo que hubo. Esa sensación de que el incendio deja la muerte a secas. Sin cadáver.

Parecía haberse quemado todo hasta las entrañas, la memoria de las últimas semillas, las arqueobacterias. ¿Qué ave iba a posarse allí, en los espectros de tizne? Ni un cuervo para adornar el réquiem. Además, la lluvia arrastró la tierra y dejó a la vista la osamenta de piedra y los cartílagos de rebollo, tojo, brezo o codeso. Pero en el monte hay una resistencia invisible de la vida. En los troncos lisiados abren galerías los insectos xilófagos. Poco a poco, al monte quemado regresan criaturas exiliadas o nuevos migrantes. Alguien que trae polen en las alas o una baya en el pico. Pero todo es muy lento, laborioso. Como una antigua escuela de alfombras persas, donde tejer nueve metros de seda suponía millones de nudos y tres años de trabajo.

Así que lo más terrible de un incendio fue el segundo incendio, años después, cuando la naturaleza había hecho el laborioso trabajo de escuela de alfombras. Culpa de demorarse la declaración de parque natural. El fuego, con una estudiada reincidencia tanatoria, volvió a arrasarlo todo.

En las crónicas deberíamos utilizar nuevos adjetivos para los incendios, para que descanse un poco y recupere pavor el tópico de “pavoroso”. El incendio desalmado. El incendio codicioso. El incendio totalitario. El incendio desmemoriado.

En poco tiempo, el incendio se lleva por delante lo que costó años y años de laborioso tejer. En la naturaleza y en la sociedad. Lo más desesperanzador es cuando las palabras inflamadas preludian segundos incendios humanos. Los neoincendios. Palabras que echan humo, con la memoria deshidratada.

Esa acomodación al humo es lo que me resulta más inquietante en el momento actual en España. En gran parte de la Unión Europea, la derecha democrática lleva décadas manteniendo a raya a la ultraderecha. Aquí, bastó el recuento de votos en Andalucía para dar paso al cortejo nupcial con la caballería ultra, algo que Adolfo Suárez, ni en momentos de máximo asedio incendiario, aceptó nunca. Quienes se presentaban como adalides y abanderados de la Constitución, el padrino Aznar dixit, consienten ahora en hibernarla. Lo más asombroso es que son las propuestas extremas, las palabras que echan humo, lo que les aúna. La alternativa normal en política sería ponerse al menos una hora por delante. Ahora consiste en atrasar décadas el reloj.

En el periodo de la posverdad puede llenarse todo de humo y no haber incendio. Pero no hay nada más parecido a un incendio que conseguir que una multitud grite: “¡Incendio, incendio!”. Si mucha gente acaba convencida de que hay un incendio donde no lo hay, lo más probable es que acabe habiendo un incendio. Eso es lo que se intentó en su momento con “pavorosos” asuntos como el matrimonio homosexual o la desdichada asignatura de Educación para la Ciudadanía. ¡Cuánto tiempo perdido por culpa de las palabras que echan humo!

¿Qué incendios asolan ahora a España? ¿Por qué echan tanto humo los discursos?

La llamada con humor Alianza Trifálica se empeña en ver como un problema la lucha de las mujeres por sus derechos. Es un movimiento civilizatorio que debería implicar a todos los hombres. Pero, por lo visto, en algunos despierta un histerismo masculino. Una Angela Merkel en España, para la derecha, sería Rosa Luxemburgo. Otro incendio, según las señales de humo, es la memoria histórica. Si hay un foco de incendio no es la memoria de quienes lucharon por la libertad, de quienes sufrieron con los judíos el horror nazi, de quienes custodiaron en el exilio la llama de una España librepensadora. El incendio es la contramemoria. Los que se burlan de “unos huesos” en las cunetas. Quienes hablan así de los muertos deberían escarbar para ver si encuentran los escrúpulos perdidos. Y luego está Cataluña. Un incendio que pretenden sofocar con la aplicación permanente del 155. Lo que esto significa: prender un cortafuegos, este sí pavoroso, mayor que el presunto incendio. Es propio de la posverdad que los pirómanos se presenten disfrazados de bomberos. 

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