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Columna
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Óxido y huesos

Desde cualquier punto de vista, la relación de España con su propio pasado es un problema psicológico

David Trueba
Fotograma del documental 'El silencio de otros', el documental sobre los crímenes del franquismo.
Fotograma del documental 'El silencio de otros', el documental sobre los crímenes del franquismo.

Es curioso comprobar cómo la agenda política interviene en la deriva cultural de los países. A nadie le ha pasado inadvertido que el mandato de Obama en Estados Unidos trajo consigo un vínculo narrativo acorde a su personalidad. Se multiplicaron las producciones literarias, teatrales y cinematográficas encuadradas en la memoria histórica. En particular, la reivindicación de los avances de los derechos civiles de minorías durante la segunda mitad del siglo pasado. En la vertiente opuesta, la opción por el Brexit reorientó la creación británica hacia un pasado de fugaz esplendor imperial. Presencia abrumadora de biografías de la reina, de Churchill, del orgullo resistente frente a los nazis. Unas veces el pasado es una afrenta y en otras un estímulo. El problema es encontrarle una utilidad para el futuro. Algunos se preguntarán si fenómenos así afectan a España, que aparenta moverse siempre bajo la batuta de los francotiradores creativos. Pues sucede también, porque el poder y el dinero dirigen con autoridad los mercados culturales. Lo hacen con más sutileza que en otros tiempos, pero con la misma contundencia.

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Sorprende que a nadie le llamara la atención la ausencia de películas de época entre los finalistas de los Goya. Es raro que las cinematografías locales no apliquen una mirada sobre los sucesos del pasado para explicarse el presente. Al fin y al cabo, formamos parte de una cadena vital. En España era una anomalía la crítica preventiva contra las películas sobre la Guerra Civil. Se extremaba incluso pese a que el número de producciones sobre ese asunto era ridículamente pequeño. Esa persecución formaba parte de un movimiento ideológico que tuvo su cenit durante el mandato de Mariano Rajoy. Su orden de prohibir la participación de la televisión pública en alguna producción que tocara asuntos de la mal llamada memoria histórica llegó al exceso de incluso guardar en el cajón series y telefilmes ya listos para emitir. Se cancelaron todos los proyectos encuadrados en ese periodo de guerra y posguerra y ese silencio se sumó al de las cadenas privadas, hasta alcanzar una estruendosa mudez: el año pasado no hubo ninguna película en torno a la guerra o la posguerra española.

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Los mismos gobernantes lograron boicotear la ley de memoria histórica de manera sutil y sin escándalo. La aplicación de la ley se paralizó, se vació de contenido y se negó cualquier financiación para proyectos humanitarios y sociales. No es habitual que las leyes existan pero no se apliquen. Quizá la incapacidad para separar el pasado nacional de la pelea política del presente es el peor enemigo de lo que sería la normalidad deseada. La mezcla errónea de memoria emocional y relato académico no ayuda. Pero desde cualquier punto de vista, la relación de España con su propio pasado es un problema psicológico. Lo vemos cada día, hay una especie de ofuscación boba que nos lleva a seguir insistiendo en visiones angélicas de un lado y otro de nuestro pasado negro o hasta recuperar la versión de naftalina de la Reconquista y la hispanidad. El desprecio de la senadora Esther Muñoz al llamar “desenterrar huesos” a las labores de rescate e identificación de cadáveres de la Guerra Civil es un ejemplo transparente. Si no dimite para prestigiar la institución es porque se siente respaldada. Esa persistencia en el error es una lacra que sigue empobreciendo a este país y ridiculizando nuestra imagen internacional.

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