Cataluña en España
Antes del 'procés', la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española
En Los bakuninistas en acción, de 1873, Friedrich Engels anotó que Barcelona era "el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad en el mundo". Entre 1840 y 1843 se había sublevado casi al ritmo de una vez por año y desde entonces se registraron la Semana Trágica, octubre de 1934 y els fets de maig en 1937, la gran insurrección anarquista en plena guerra civil. Semejante constatación no solo cuestiona el tópico del seny, sino también las variantes de ensayismo donde todo el conflicto se reduce al choque de dos nacionalismos recién consolidados o a los errores cometidos para que adquiriese tanta fuerza el independentismo.
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales. Volviendo a esa propensión insurreccional de los catalanes, cabe aplicar la máxima de que si el río suena, agua lleva; esto es, que cabría valorarla como síntoma muy significativo de un problema de fondo, y más si recordamos la revuelta de 1640. Verosímilmente nos encontramos ante un desajuste de larga duración entre la realidad política catalana y la forma estatal hispana, tanto en el Antiguo Régimen como en la edad contemporánea. Y como tantas veces sucede en los movimientos sociales, la tensión acumulada se activa y da lugar a la eclosión, aquí de la marea independentista, cuando circunstancias inesperadas crean la estructura de oportunidad política, como sucedió con la reforma del Estatuto y la incidencia de la crisis económica. No hubo estrictamente simetría de nacionalismos, porque el desbordamiento del orden constitucional formaba ya parte del proyecto estatutario de Maragall y la enmienda a la totalidad del PP fue rechazada. Tal asimetría resultó evidente al comprobarse el éxito movilizador del lema Som una nació en 2012 y cuando la Generalitat lanzó por su cuenta el procés. Por parte de Rajoy solo hubo pasividad. Otra cosa sucedió inevitablemente a partir de septiembre de 2017.
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Al abordar el problema conviene tomar en consideración esas dos dimensiones, precisamente para no desplazar al constitucionalismo —con su exigencia de reforma— hacia una visión unilateral y excluyente de la relación entre Cataluña y España. El reconocimiento del desajuste histórico debiera corregir tal desviación, aun siguiendo la difícil ruta entre lo que es historia y su envoltura mítica. Es así como por Pierre Bonassié sabemos que en lo que todavía no se llamaba Cataluña, la mutación feudal adquiere hacia el año mil unos rasgos propios. La traducción catalana inicia la deriva esencialista titulando Cataluña mil años atrás. Pronto las formas de organización específicas del territorio recibirán la etiqueta nacionalista de Estado, que viene a emborronar una realidad efectiva.
España tampoco va a librarse de la simplificación, en vigor desde el catalanismo de 1900, como Estado, nunca nación; tampoco de la imagen esencialista de la España eterna. Lo cierto es que la identidad hispana arranca de muy atrás, desde que el cronista mozárabe de 754 lamenta las Spaniae ruinas y pervive con distintos acentos hasta su afirmación desde el siglo XVI. En la unión de Coronas de Castilla y Aragón no está un Estado español, aunque sí potencie una identidad española ampliamente reconocida. La trayectoria unificadora, alcanzada por la guerra desde 1714, fue propia de una "monarquía de agregación", no simplemente una monarquía compuesta; como en Reino Unido y en Francia, por distintas vías, la pluralidad se articula en torno a un núcleo central, Castilla. De ahí que agregación no acabe para España generando integración.
El proceso de construcción nacional tropieza en nuestro XIX con los estrangulamientos derivados del atraso económico. Agricultura pobre, analfabetismo, caciquismo, agonía colonial, guerras civiles y militarismo, fueron otros tantos ecos suyos, mientras el desajuste entre Cataluña y España se traduce en desfase. Lo reflejarán el enteco socialismo, el anarcosindicalismo, incluso el comunismo de la transición, y los estallidos insurreccionales, expresión de malestar recurrente. Los intelectuales catalanistas mantenían la llama sagrada de la historia convertida en mito, en torno al 1714, según cuenta Perre Vilar en sus apuntes de los años 20. Pero el calado popular no fue una invención: ya en 1842 los insurrectos gritan "¡A la Ciudadela!", para asaltar la fortaleza construida por Felipe V, y los retratos de este rey arderán en 1868. No obstante, aun cuando en noviembre de 1842 sea proclamada "la independencia de Cataluña", transitoria —curioso antecedente de futuro—, el horizonte republicano es federal, lo mismo que el grito: República volem, República tindrem.
La historia por sí misma no resuelve nada, pero por lo menos arroja luz sobre los problemas actuales
Será el fracaso del federalismo en 1873 lo que revele el desfase entre la modernización registrada en la Cataluña y el atraso imperante en el resto. El movimiento federal se había extendido por toda España, pero el enlace con el movimiento obrero y una mentalidad reformista se dio solo en Cataluña. De ahí la idea de que el progreso en Cataluña se encontraba lastrado por la hegemonía castellana, tópico bien vivo. Pronto lo formuló el exfederal Valentí Almirall, creador de la Diada, en Lo catalanisme, de 1886: el carácter catalán es pragmático y realista, en tanto que el castellano, representado por el Quijote, es idealista, incapaz de adecuarse a la modernidad, "en medio de su decadencia, encenagado en los vicios como hoy está". Solo que a Almirall ese español degenerado le resulta simpático. A Sabino Arana, estudiante entonces en Barcelona no le pareció tal, y tampoco a la larga serie de epígonos que hasta ahora se han situado en la estela de Almirall.
La perdida de Cuba marcó el avance decisivo, después de la exaltación patriotica que respaldó la conservación de las Antillas, con Weyler como presunto salvador. Ante el desastre, la reacción inmediata para los catalanistas consistirá en afirmarse como nación frente a España, reducida al papel de Estado opresor. Un esquema maniqueo, destinado a durar.
Las sucesivas peripecias de la política española no alterarán el esquema inicial, aun cuando varíen las expresiones políticas, comprendida la fascistización de Estat Catalá durante la República, antecedente en xenofobia de Quim Torra y su gente. Ya desde la transición, los Gobiernos democráticos de Madrid asistirán pasivos a la formación de la tormenta, a pesar de los signos de alarma que acompañaron a los debates sobre la marginación del castellano en la enseñanza y en la vida pública (esperpénticas multas por titular en español). Más que el tema en sí, importó la campaña de agresiones físicas y verbales, estas últimas por aparentes demócratas, contra quienes defendieran el equilibrio lingüístico (franquistas, lerrouxistas, botiflers, vuelta a 1714). Antes del procés, la carga de totalitarismo horizontal estaba ya preparada, y nada tiene de extraño que acabara resurgiendo enfrente el nacionalismo del tipo Acción Española. Es el más desfavorable de los escenarios, con los intereses económicos catalanes como única barrera de contención, en que puede apoyarse Pedro Sánchez.
El péndulo oscila entre el impulso desestabilizador de las movilizaciones proindependencia que estallarán con los juicios, y las exigencias políticas y económicas de signo opuesto, casi sin defensores. Recupera actualidad el juicio de Almirall: "El odio y el fanatismo solo pueden dar frutos de destrucción y de tiranía, nunca de unión y de concordia".
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