Lo inacabado
No creo que estas cosas se arreglen con un algoritmo de Huawei...
La brevedad y la desdicha de su vida, convertida por él en música cautivadora, impidieron a Franz Schubert concluir su octava sinfonía, que dejó inacabada. Ya no lo está: un algoritmo de la compañía Huawei la ha rematado, en los dos sentidos de la palabra. No enfadarse, algunos seguiremos escuchándola inacabada, porque sabemos que Schubert no fue un algoritmo ni debe llegar a serlo. Hay otras grandes obras musicales que sus autores dejaron incompletas, como El arte de la fuga de Bach o el Réquiem de Mozart, completadas por discípulos devotos. Y en las demás artes también hay obras maestras inacabadas: en pintura, la primera de Leonardo —La adoración de los magos— y la última de Tiziano, La Piedad, que debía ornar su sepultura. Para los “tintinólatras”, Tintín y el Arte-Alfa, el álbum que Hergé solo llegó a esbozar. En arquitectura sigue inacabable la Sagrada Familia de Gaudí. Tampoco están completas Las 120 jornadas de Sodoma del marqués de Sade, pero guardamos lo suficiente de esa pornosofía como para aburrir al más sufridamente lascivo.
Coleridge no pudo concluir su poema Kublai Khan porque le distrajeron mientras transcribía esos versos soñados. Y Kafka no acabó El castillo ni otras de sus novelas porque... era Kafka.
La última novela de Charles Dickens fue policiaca pero murió antes de resolver el enigma que plantea. El misterio de Edwin Drood nos impacienta especialmente porque en ese género resulta insoportable la falta de explicación final. En cambio, Chesterton se alegró teológicamente de que permaneciese incompleta: dijo que una novela perfecta garantiza la inmortalidad literaria, pero la que exige solución y aquí no la tiene nos remite a otra inmortalidad “más necesaria y más extraña”. No creo que estas cosas se arreglen con un algoritmo de Huawei...
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