Brasil bajo el lodo
Resulta intolerable la complacencia de los poderes públicos con las laxas prácticas de seguridad de las empresas
Brasil vive estos días una pesadilla dentro de otra pesadilla. Por un lado, el país más poblado de América Latina llora todavía a los 110 muertos y más de 200 desaparecidos tras la avalancha de lodo que produjo el viernes pasado la rotura de una represa del gigante minero Vale en Brumadinho (Minas Gerais). Por otro, una pregunta indignada ha emergido en el seno de la sociedad brasileña: ¿hasta cuándo van a seguir costando vidas las negligencias de empresas y poderes públicos?
La tragedia tiene un precedente demasiado cercano, también en el Estado de Minas Gerais. El 5 de noviembre de 2015, la rotura de dos muros de contención en la presa de Samarco, una compañía propiedad a partes iguales de la propia Vale y la angloaustraliana BHP Billiton, mató a 19 personas y dejó tras de sí un irreparable rastro de destrucción ambiental.
Resulta asombroso constatar que, más de tres años después, Brasil siga debatiendo sobre los mismos problemas que ocasionaron la primera tragedia. Más aún, que durante todo este tiempo, nada se haya hecho para mejorar la seguridad de estas instalaciones. Resulta también terrible ver cómo una parte de la sociedad, a la que ha dado alas el Gobierno de Jair Bolsonaro, sigue demonizando la fiscalización ambiental y militando en una dicotomía ciega y anticuada entre preservación y desarrollo económico.
El propio Ejecutivo brasileño debería reflexionar sobre qué rumbo tomar tras la tragedia de Brumadinho. También debería hacerlo Vale, una de las mayores mineras del mundo, convertida desde hace una semana en ejemplo de empresa negligente capaz de poner en riesgo la vida de centenares de personas. Entre la tragedia de 2015 y la de la semana pasada, la firma brasileña ha hecho caso omiso a las quejas de sus víctimas y apenas ha puesto de su parte para mejorar sus prácticas de seguridad. Para ello ha contado siempre con la complacencia de las autoridades.
Tras el accidente de Brumadinho, la empresa que un día fue el símbolo de la pujanza global de Brasil vive un infierno en los mercados. Pero parece, de nuevo, que las muertes no han sido suficientes para aprender la lección: los inversores siguen siendo prioridad absoluta para Vale y, aunque ha anunciado que indemnizará con 23.000 euros a cada una de las familias que han perdido a un ser querido, se demoró en dar la cara ante las víctimas que, por segunda vez, han creído en las promesas de seguridad de la empresa y ahora están instaladas en una dolorosa espera por un luto digno. “Si para usted mi marido era un simple empleado, reemplazable, para mí no lo es. Es el padre de mi hija, el hijo de mi suegra”, clamaba la esposa de un desaparecido. Su dolor y rabia es el mismo que sienten el resto de familiares.
El presidente de Vale, Fabio Schvartsman, ha anunciado un plan para acabar de una vez por todas con las represas como las que ocasionaron las tragedias de la semana pasada y la de 2015, anticuadas y diseñadas de la forma más barata y peligrosa. Bienvenida sea la medida. Ninguna propuesta, sin embargo, será suficiente sin una fiscalización efectiva del Estado.
El Brasil del lodazal de Brumadinho es el mismo que el de las cenizas del Museo Nacional de Río de Janeiro, que ardió el año pasado; el mismo que trata con displicencia a los indígenas; un país que atraviesa una profunda crisis moral y que deja patente, tragedia tras tragedia, que hacer las cosas como siempre se han hecho no traerá al cambio que su población necesita. La de Minas Gerais debe ser la última lección de lo más básico: que la vida de las personas está por encima de cualquier ahorro o beneficio económico.
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