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PALOS DE CIEGO
Columna
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Un tiro en la boca

Javier Cercas

Tras el Brexit, la separación de Reino Unido de Europa no será un divorcio apacible, sino una amputación violenta de consecuencias incontrolables

OIGO A MENUDO decir que, con el Brexit, los británicos se han pegado un tiro en el pie. Puede ser, aunque por momentos más bien se diría que se lo han pegado en la boca; y que ahora estén en la UCI, luchando por sobrevivir.

¿Cómo ha podido suceder esto? No lo sé. En la primavera de 2015, cuando todavía faltaba un año para el Brexit pero el referéndum ya se había anunciado, pasé mes y medio en Oxford, dando una serie de conferencias en la Universidad. Hablé con muchos profesores, pero ni uno solo era partidario del Brexit; más aún: ni uno solo —incluidos eminentes sociólogos y politólogos— pensaba que el resultado del referéndum sería el que finalmente fue. Meses después, tras la consulta, sí hablé con votantes del Brexit: todos eran chóferes y taxistas. Reino Unido llevaba décadas dividida, pero el referéndum del Brexit la partió por la mitad, abriendo un abismo entre el norte pobre y el sur rico, entre los jóvenes partidarios de la UE y los viejos contrarios a la UE, entre el campo pro-Brexit y las ciudades anti-Brexit; también, entre un país culto, acomodado y cosmopolita y un país bárbaro, empobrecido e indefenso ante las mentiras monumentales de la prensa sensacionalista, de lejos la más leída en el país, una prensa empapada de un nacionalismo cerril, un antieuropeísmo supremacista y una venenosa nostalgia del Imperio, cuyas trolas ningún político osa desmentir por temor a perder votos, lo que explica en parte que el Brexit apenas tenga oposición política, aunque la mitad de la población no lo quiera. Todo esto no es ajeno a lo que está ocurriendo en el resto de Europa, empezando por España —nada más parecido al Brexit que el separatismo catalán—, y debería hacernos reflexionar sobre algunas cuestiones esenciales. La primera es que la separación de Reino Unido de Europa —no digamos la de Cataluña de España— no es un divorcio apacible, sino una amputación violenta, de consecuencias incontrolables. La segunda es que los referendos, que para algunos ingenuos —y algunos tramposos— son el colmo de la democracia, constituyen a menudo pésimos instrumentos democráticos (no en vano han sido una herramienta favorita de los tiranos), que rompen traumáticamente las sociedades. La tercera es que mucha gente prefiere la mentira a la verdad, porque las mentiras son casi siempre halagadoras, redondas, tranquilizantes, digeribles y fáciles de entender, mientras que las verdades son con frecuencia incómodas, desagradables, poliédricas y complejas. La cuarta es que la ignorancia nos vuelve vulnerables a las mentiras, lo que explica que el poder la fomente con entusiasmo, porque las verdades fabrican hombres y mujeres libres, mientras que las mentiras sólo fabrican esclavos. Hay una quinta cuestión. De joven yo pensaba que mi país era especial, que tenía un pasado más negro que los otros y más problemas que los demás para digerirlo; de mayor he aprendido que eso es falso: como todas las personas, todos los países tienen, junto a una buena herencia, una mala, y muchas dificultades para asumirla; hay que asumirla, sin embargo, porque, si uno conoce del todo su herencia, y la asume, puede gobernarla, pero, si no, es esa herencia la que lo gobierna a uno. Esto último es lo que le ha ocurrido a Reino Unido, según se desprende de Brit(ish): On Race, Identity and Belonging, libro en el que Afua Hirsch explica el Brexit por la crisis de identidad que sufre RU y su incapacidad para digerir los capítulos más oscuros de su historia, como la explotación colonial; lleva razón: dado que el pasado es una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado, si uno es incapaz de asumir por entero su pasado también es incapaz de entender su presente. Y esa incapacidad es el mejor consejero para que cometamos los peores errores, deslumbrados por el espejismo de una herencia impoluta, que nunca existió.

Lo anterior, ya digo, nos atañe a todos, y no sólo porque, con todos los matices que se quiera, lo que les ocurre a los británicos no es tan distinto de lo que nos ocurre a nosotros; también porque, se peguen donde se peguen ellos el tiro, nos lo pegamos también nosotros. 

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