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Columna
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Violencia de género, un concepto universal

Frente al empuje del MeToo y la lucha feminista en el mundo desarrollado, cientos de millones de mujeres son víctimas silenciosas de la misma violencia contra la que alzan la voz sus congéneres en Occidente. Por eso el concepto es innegociable

María Antonia Sánchez-Vallejo
Manifestantes cortan el tráfico después de que dos mujeres lograran entrar al templo de Sabarimala, este miércoles en Kerala (India).
Manifestantes cortan el tráfico después de que dos mujeres lograran entrar al templo de Sabarimala, este miércoles en Kerala (India). R S IYER (AP)

La polémica generada por la prohibición de que las mujeres en edad de menstruar entren en el templo hindú de Sabarimala, en Kerala (India), no es tan exótica o extemporánea como parece. No hace mucho, en esa España pueblerina del franquismo cuyos ecos resuenan hoy en la derecha extrema, las mujeres no pisaban las iglesias durante el puerperio por el mismo motivo que arguyen los ortodoxos hindúes para vetar su entrada: por ser presuntamente impuras.

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Que el Supremo indio fallara en su día en favor de las mujeres —concretamente, por la no discriminación— sólo contribuye a disparatar la empecinada realidad, igual que por estos pagos la propuesta de dilución conceptual y legal del terrorismo machista en una violencia doméstica de banda ancha, con víctimas y victimarios a la par.

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Cegados por una visión etnocéntrica de la realidad, tendemos a ver el empuje de una exigua minoría, la del Me Too y las clases medias altas, profesionales, urbanas, del mundo desarrollado, como si fuera un todo. Pero no existe avance alguno para campesinas, indígenas, refugiadas; para esclavas sexuales, gitanas, obreras, intocables, viudas repudiadas o fetos femeninos abortados selectivamente. Cientos de millones de mujeres son el último estrato de una olvidada lucha de clases porque, como en otras muchas cosas, la emancipación femenina la decide la economía, igual que el bienestar el empoderamiento.

A estas parias forzosas y a las activistas occidentales les une sin embargo una realidad: la violencia de género, que debe llamarse así en España, en México, con sus salvajes feminicidios; en India, escenario recurrente de violaciones grupales, y por doquier, sean o no sus víctimas sujetos de derecho —no lo son la mayoría de las veces—. Este concepto debe resonar hasta donde no pueda siquiera formularse por una sencilla razón: porque así figura en los tratados internacionales. El convenio de Estambul del Consejo de Europa, ratificado por España, recoge que “la violencia contra las mujeres es una forma de violencia de género que se perpetra contra las mujeres por el mero hecho de serlo”. Para la ONU, la violencia contra mujeres y niñas es una clara violación de derechos humanos, puede que la más vil e infame.

Esos fundamentalistas españoles que pueden medirse en sinrazón con los iluminados de Sabarimala denuestan una ideología que, sin caer en el maximalismo —cuando no en derivas situacionistas como la de Femen—, alimenta el establecimiento de cuotas para gestionar el posconflicto e impulsar la reconstrucción de países salidos de luchas bélicas y/o étnicas, de la antigua Yugoslavia a Timor Oriental; también para negociar procesos de paz como el colombiano. Una ideología que, en suma, exhorta a México a tipificar precisamente la violencia de género, ese concepto que algunos quieren ver más que derogado, derrotado.

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