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China bajo los escombros

Shanghái avanza en una nueva fase de derribos que se traduce en una gentrificación forzosa: los pobres y los emigrantes son expulsados y la ciudad pierde su patrimonio. Pero no todos los afectados se oponen

Una vecina barre la entrada a su casa frente a lo que queda de edificios que ya han sido derribados, en Shangai. En el extremo superior derecho, un carácter 'chai' en rojo anuncia la próxima demolición del suyo.
Una vecina barre la entrada a su casa frente a lo que queda de edificios que ya han sido derribados, en Shangai. En el extremo superior derecho, un carácter 'chai' en rojo anuncia la próxima demolición del suyo.Zigor Aldama
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Un círculo rojo con el ideograma 拆 —chai— escrito en el centro. Ese es el agorero símbolo que un buen día aparece pintarrajeado en la pared para anunciar el inexorable derribo del edificio. Es como un virus que se apodera de las construcciones más débiles en las ciudades chinas. Y no existe vacuna contra él. También es la bandera del nuevo urbanismo chino, ese que se mueve únicamente por el negocio y avanza gracias a la connivencia de las autoridades y los promotores inmobiliarios.

En Shanghái, el chai avanza sin piedad. Los edificios de dos o tres alturas que han caracterizado a la capital económica de China durante el siglo XX son arrollados por las excavadoras y dejan paso a gigantescas urbanizaciones de lujo y a futuristas centros comerciales. Es una gentrificación que expulsa a la población menos pudiente del centro de la ciudad y la traslada al extrarradio. Las principales diferencias con procesos similares que se llevan a cabo en urbes de otros países están en la magnitud y en su carácter forzoso, ligado en ocasiones al hecho de que todo el suelo pertenece al Estado.

Lo sabe bien Wang, una anciana que prefiere no dar su nombre completo por miedo a represalias. Junto a su marido, lleva medio siglo viviendo en un modesto edificio del distrito de Huangpu, especialmente codiciado por las promotoras inmobiliarias por su ubicación privilegiada. “Nosotros no queremos marcharnos porque ya somos muy mayores y no nos vamos a acostumbrar a la vida en un bloque de viviendas”, cuenta mientras pasa la escoba por delante del portal.

A su alrededor, casi todo son escombros. Los edificios colindantes ya son historia, y el chai amenaza su casa. Un cartel oficial detalla en una pared las ventajas de marcharse rápido y evitar problemas a las Autoridades. “Sabemos que terminarán echándonos, pero, al menos, queremos que nos ofrezcan una compensación justa”, añade. “Cuando nos vayamos, la vida de barrio que ha existido desde siempre desaparecerá”, sentencia Wang. Razón no le falta: las calles que antes estaban llenas de vida —con timbas sobre mesas viejas, pequeñas tiendas de todo tipo, y niños jugando— están en grave peligro de extinción.

Reflejan una China que el Gobierno quiere desterrar. En el siglo XXI, la segunda potencia mundial saca pecho con brillantes rascacielos que baten récords y con marcas internacionales de lujo. A los pobres se les esconde en la periferia, y el patrimonio histórico importa poco. Los tradicionales shikumen, casas comunales con un patio interior, son ya carne de parque temático, como ha sucedido en Pekín con los hutong.

La última víctima es el barrio de Laoximen, cuya historia se remonta casi 500 años. La mayoría de los comercios han sido ya tapiados y la maquinaria pesada repiquetea aquí y allá. Los operarios trabajan detrás de muros vegetales con los que las autoridades buscan reducir el impacto visual, sonoro y medioambiental de los derribos, que cada hora llenan de escombros el volquete de un camión. Eso son unas 20.000 toneladas al día. Cuando los solares estén limpios, los tiestos de estas paredes temporales dejarán paso a carteles que recrean por ordenador urbanizaciones tan modernas como exentas de carácter.

Más paradigmático aún es el ejemplo de Zhangyuan, uno de los pocos shikumen que quedan en un estado aceptable. Situado en los aledaños de la calle Nanjing Oeste, una de las principales arterias comerciales de Shanghái, su valor inmobiliario es incalculable. Así que los promotores ya se han puesto manos a la obra: el 97% de las 1.200 familias que viven aquí se han marchado ya —eso sí, después de cobrar indemnizaciones suculentas— y la zona dejará de ser residencial para alojar diferentes tipos de negocios.

Según los promotores, “la mayoría” de los 170 edificios históricos serán preservados, pero vivirán primero una remodelación a fondo para adaptarlos a las necesidades del siglo XXI. “Queremos convertir la zona en un museo de historia y cultura locales, con teatros, tiendas, y otros negocios”, afirmó al diario Shanghai Daily uno de los promotores, Song Ling. El propio periódico reconoce que se trata de un proyecto polémico, porque es parte de una estrategia de gentrificación, pero nadie puede impedir que el repiqueteo de los martillos automáticos suene ya en la zona. Así, salvo por sus principales iconos arquitectónicos, ya es casi imposible distinguir una ciudad china de otra.

“Shanghái se ha embarcado en la tercera etapa de su adecentamiento urbanístico —la primera se inició en 1996, tras la apertura del país al mundo, y la segunda fue provocada por la celebración de la Exposición Universal de 2010—. Ello supone el derribo de cientos de edificios que no cumplen con las normativas de seguridad y de habitabilidad de la ciudad”, explica un funcionario del Ayuntamiento que tampoco quiere hacer pública su identidad. Sin duda, este es un tema polémico.

No obstante, atrás han quedado las protestas ciudadanas y las casas clavo, construcciones que quedaban en medio de la nada y bloqueaban la construcción de promociones inmobiliarias o de infraestructuras porque sus dueños se negaban a abandonarlas. Ahora, los dirigentes chinos han decidido dejar a un lado los métodos mafiosos con los que amedrentaban antes a los vecinos y muchos incluso ansían que el chai decore su casa.

Es el caso de Xu Xiamei, uno de los vecinos de Laoximen. “Mira en qué condiciones vivimos: todo está manga por hombro, no tenemos un váter, ni instalación de gas o de calefacción. El edificio se cae a pedazos y es muy caro de mantener. A cambia de marcharnos nos han ofrecido un apartamento de nueva construcción en Qingpu —a más de 25 kilómetros de distancia— y una compensación económica. Nosotros no tenemos que trabajar en el centro, así que ¿para qué nos vamos a oponer al progreso?”, se pregunta.

En Europa, arrasar con estos barrios sería considerado poco menos que una herejía, pero Plácido González, profesor asociado de la prestigiosa Escuela de Arquitectura de la Universidad de Tongji y editor de la revista china Built Heritage, cree que no todo se puede analizar desde el prisma occidental. “Yo he vivido en un antiguo lilong y he sido privilegiado porque contaba con aseo y cocina privados. Tenía como vecina a una anciana que vivía de reciclar plástico, y las condiciones en las que viven la mayoría de los vecinos de estos shikumen son horribles. Entiendo perfectamente que sus habitantes quieran mejorar su nivel de vida, porque el panorama es similar al de las periferias españolas más degradadas de las décadas de los cincuenta y los sesenta”, cuenta este arquitecto y urbanista sevillano.

González sostiene que el ideal está en el equilibrio entre la protección del patrimonio, los derechos sociales, y el desarrollo económico. Pero en la búsqueda de ese equilibrio la rehabilitación no parece tener lugar alguno. “Es un proceso que requiere una gran inversión pública. En Europa se ha dado en gran parte gracias a fondos europeos para revitalizar y adecentar las ciudades, pero en China prima el beneficio económico”, explica González, que trabaja en el proyecto de preservación del patrimonio que el Gobierno de la ciudad ha delegado en la universidad.

“La ciudad es un tablero de ajedrez en el que enfrentan varios poderes. Afortunadamente, cada vez prima más el diálogo, pero el patrimonio no deja de ser una idea política que refleja el tipo de sociedad que se quiere crear. En China, el primer urbanismo fue el imperial. En ciudades como Shanghái, le siguió otro colonial antes de dar paso al comunista. Ahora estamos inmersos en un capitalismo en el que el poder económico gana al urbanismo”, comenta González.

Sin embargo, lo que en cualquier país europeo podría prender la chispa de una revolución, en China es socialmente aceptado. “Es una gentrificación con características chinas, en la que gentrificadores y gentrificados conviven en el mismo espacio. El contraste no sorprende, y es posible ver un Rolls-Royce aparcado al lado de un viejo edificio que da pena verlo”, añade el arquitecto. “En la banlieue de París ya le habrían pegado fuego”, sentencia con una sonrisa.

Pero González recuerda que la capital francesa “también destruyó la ciudad medieval para construir la Ciudad de la Luz”, y se muestra optimista de cara al futuro: “El hecho de que me hayan contratado demuestra que se está tratando de propiciar un cambio. También vemos colectivos de arquitectos jóvenes que quieren impulsar construcciones de calidad en un panorama en el que la obsolescencia de los edificios es rapidísima. El propio presidente Xi Jinping ha lanzado una cruzada contra las construcciones extravagantes, y cuando más desaparece el patrimonio histórico, más lo echan de menos los habitantes”.

El problema está en que las excavadoras solo se detengan cuando sea ya demasiado tarde y no quede historia en pie. Es lo que temen los vecinos de una pequeña callejuela que desemboca en la arteria comercial de Sichuan Beilu. Sus edificios recuerdan la era colonial en la que los poderes occidentales se repartían los barrios de Shanghái, y el estado relativamente bueno en el que se encuentran parece haberlos protegido. “Pero ya se ha hablado de la posibilidad de expropiar a los vecinos para convertir el lugar en una atracción turística”, critica Gu Ting, una abuela que vive allí con una hija y dos nietas.

El problema para los vecinos es que esa regeneración que puede salvar a los edificios tendría las mismas consecuencias prácticas para ellos que la demolición. Ha sucedido en zonas como Xintiandi o Tianzifang, donde las construcciones se han rehabilitado, pero los residentes originales han recibido una patada para que dejen paso a bares cool, locales de diseño vanguardista y tiendas de recuerdos. “Ojalá adecentasen la calle y nos proporcionasen a los vecinos una forma de vida. Pero vendrá gente de fuera”, se lamenta Gu.

“La idea de patrimonio que cristalizó en Europa en el siglo pasado no se puede exportar a ningún otro sitio”, opina González. “Ahora China busca una nueva identidad y un modelo propio. Pero se enfrenta a muchas contradicciones, como la idealización de la China imperial, la obsesión por el feng shui, y el amor a un nuevo estilo arquitectónico comercial. Habrá que ver si el país logra crear un nuevo paradigma capaz de dar solución a los grandes retos sociales y económicos que le esperan”, apostilla.

No en vano, tanto Shanghái como Pekín han anunciado planes para detener la emigración rural que ha nutrido el crecimiento de su población en las últimas décadas y poner un límite a su número de habitantes. Concretamente, Shanghái se ha propuesto no superar los 25 millones en 2035 —actualmente suma 24 millones—, y Pekín dejará el listón en 23 millones —1,3 más que ahora—. Sin duda, la gentrificación es un elemento clave para lograr estos objetivos.

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