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IDEAS / CUESTIÓN DE FONDO
Columna
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Revueltas, revoluciones… o ‘jacqueries’

Las revueltas, aparentemente amorfas, acaban teniendo líderes. Y éstos, un programa, político u onírico

Amelia Valcárcel
Protesta de 'chalecos amarillos' en Burdeos, el pasado 29 de diciembre.
Protesta de 'chalecos amarillos' en Burdeos, el pasado 29 de diciembre. MEHDI FEDOUACH (AFO)

"A la calle que ya es hora de pasearnos a cuerpo y mostrar que pues vivimos anunciamos algo nuevo". El poeta da en el clavo exacto del motor de la revuelta. Se hace en la calle y pretende siempre oler a primavera. Una generación enseña sus brazos y sus dientes… en la calle. Tan conocidos nos son esos procesos que ya no los llamamos revueltas. Este nombre ha quedado para asuntos de menor alcance, casi gremiales. Si sólo un grupo se revuelve no es suficiente para amasar la novedad. Es lástima traer a cuento una anécdota manida, pero tiene la ventaja de los tópicos, que se entienden a la primera. Se cuenta, y seguro que es falso, que el rey Luis XVI preguntó por los sucesos del 14 de julio a uno de sus consejeros. “¿Es una revuelta?”. “Sire, mucho me temo que no. Es una revolución”, dicen que se le respondió.

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Arendt escribió que la revolución era un producto esencialmente moderno. En todas las sociedades conocidas se han producido procesos violentos de rebeldía, son las jacqueries. Por lo común se califican como la gota que rebosa el vaso. La metáfora es hidráulica. Una indignación o malestar constante que, en un momento dado, explota e intenta por medios violentos ocupar la calle y dar al traste con el orden social. La calle es esencial siempre. La turba la ocupa y, desatada pero no desnortada, invade los lugares de poder. Vacía nobles edificios, tira los muebles por las ventanas, organiza fogatas y profana emblemas. Ocasionalmente también asesina. Obvio es que la jacquerie tiene más posibilidades de inflamarse si se arropa con las ideas religiosas. Tenemos ejemplos de sobra. En verdad los movimientos religiosos violentos siempre comenzaron bajo el manto amparador del poder, que es de suyo débil ante ese discurso, para después transformarse en un tipo especial de jacqueries. Las revueltas, aparentemente amorfas, acaban teniendo líderes. Y éstos, un programa, político u onírico. Sólo si triunfan se transforman en revoluciones. Se supone que una jacquerie no lo es porque carece de pensamiento a medio plazo.

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Valga un ejemplo: Savonarola logra hacerse con el poder en una ciudad que es la más rica y vivaz de su época, Florencia. Tiene un libro de estilo el dominico. El mundo está encanallado y hay que devolverlo a la buena vía. Hay que seguir lo que agrada a Dios. Se prohíbe beber, montar juergas, el vestido deshonesto —en realidad, los escotes— de las mujeres, se persigue el adulterio, se condena la música profana y se monta en la calle “la hoguera de las vanidades”. A ella se tiran cuadros, perfumes, laúdes, juegos… y todo aquello que distraiga del destino divino. El programa de Savonarola se ha intentado varias veces y siempre fracasa. Con tales mimbres se crea una forma social insoportable que sólo puede estabilizarse usando grandes dosis de violencia aplicada por cuerpos de vigilancia enloquecidos o corruptos. Aún hoy tenemos ejemplos.

Cuando Lutero comenzó lo suyo, la Reforma, la experiencia de Savonarola sin duda le sirvió. Su idea fue mucho más larga y descartó siempre explicarla plenamente. La encarnó pero no la dirigió. Más bien la dejó correr. El núcleo, en estos procesos de indignación, parece residir en la calidad de los indignados. Lord Bacon, sí, me refiero al filósofo, se pregunta por las causas de una sedición. Abandona ideas y ensoñaciones y decide que los desencadenantes son otros y son materiales. Los enumera en sus Ensayos: “Que la población exceda las reservas; la desproporción entre la nobleza y la población común; un clero demasiado numeroso y… más universitarios que los que pueden ejercer su carrera”.

Habitamos las sociedades más ricas, estables y pacíficas que nunca la humanidad ha conocido. También las más cultas. De cierto han existido otras más estables. Las nuestras no lo son; son, por el contrario, equilibradas. Su constante necesidad de innovación las hace permeables, y, para mantenerse, constantemente mutan. Logran el fiel buscando sin descanso que nada se exceda y la figura se venga abajo. Suponen una multitud dotada de orden donde todo el mundo es necesario, y cada opinión, valiosa. Canales abiertos para que la indignación no produzca fracturas que luego no podrían componerse. Las democracias son prudentes. Lo último que propondrían es que la política, sus ideas y sus técnicas, es inane para conducir ciertos hechos. Necesitan la fe en la acción política. Hasta el populismo lo cree. Si esta creencia decayera, el panorama sería insólito, casi inimaginable. Para tamaño desafío no tenemos siquiera palabras hoy.

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