Todas las cosas rotas
Con la memoria de los muertos, con los fantasmas que genera la violencia, también se debe recomponer la sociedad, darles su lugar en el nuevo todo que nos conforme
Leyendo la novela Fractura, de Andrés Neuman, encuentro una metáfora maravillosa. “Todas las cosas rotas (…) tienen algo en común. Una grieta las une a su pasado”, dice el narrador, y procede a explicar la técnica japonesa del kintsugi: “Cuando una cerámica se rompe, los artesanos del kintsugi insertan polvo de oro en cada grieta, subrayando la parte por donde se quebró. Las fracturas y su reparación quedan expuestas en vez de ocultas, y pasan a ocupar un lugar central en la historia del objeto. Poner de manifiesto esa memoria lo ennoblece. Aquello que ha sufrido daños y sobrevivido puede considerarse entonces más valioso, más bello”.
El kintsugi como metáfora que nos permite hablar del trauma (la quiebra de un objeto, pero también podría aplicarse a un sujeto, a una sociedad), de las posibilidades de su reparación, y, en definitiva, de la cicatriz como cura y memoria indeleble de la misma fractura que la provoca. El kintsugi como metáfora de la belleza que reside en la restauración después de un daño que a primera vista parece irreparable. Una metáfora, me da la impresión, muy alejada de nuestra forma de actuar cuando algo se nos rompe. Nosotros, que enseguida sustituimos el objeto roto o con mácula por otro nuevo y supuestamente perfecto, que despedimos el año viejo con aspecto de anciano cansado y abrazamos el nuevo como si de repente, por cambiar de número en el calendario, dejáramos atrás nuestras penas y dolores; nosotros a quienes no nos enseñan qué hacer con los afectos que se rompen salvo reprimirlos o relegarlos al olvido. No apreciamos la belleza en la cicatriz, las escondemos como estigma en vez de celebrarla como testimonio de una herida curada. Desechamos lo roto o lo imperfecto y no nos damos cuenta de que, tal vez, en el proceso de reparación es donde podemos encontrar la forma de mejorarnos, de encontrar, como esas cerámicas atravesadas por el oro que sutura, una nueva armonía.
Y todo esto me lleva a pensar en mi tierra, esa Euskadi que tuvo una fractura que durante muchos años nos pareció irreparable. Hemos sido —tal vez seguimos siendo, no lo sé— piezas rotas de una sociedad buscando la soldadura de oro que nos dignifique, que nos revalorice, que nos permita encontrar una nueva armonía. Pienso, sin ningún atisbo de duda, que una sociedad fracturada que dedica el tiempo, el mimo, la imaginación, el cuidado, el arte para sanarse será siempre mejor que la sociedad que desecha el pasado y pretende reinventarse artificialmente desde cero. No tengo dudas, pero también reconozco la dificultad que implica esa reconstrucción porque, entre otros motivos, nos faltan piezas fundamentales que nunca podrán formar parte de la sociedad futura que surja de la reparación: las víctimas de la violencia de ETA y de esas otras violencias menos numerosas pero gravísimas, como la de los grupos de ultraderecha o del Estado. Faltan esas piezas, es cierto, pero queda su recuerdo. Con la memoria de los muertos, con los fantasmas que genera la violencia, también se debe recomponer la sociedad, darles su lugar en el nuevo todo que nos conforme. Cultivar esas grietas que nos unen al pasado, que nos recuerdan por dónde nos rompimos. Y también, como el especialista que estudia una pieza producto del kintsugi, saber reconocer no sólo el número de fracturas de cada pieza, las técnicas empleadas para soldarlas, sino ser capaces de trazar la historia de cómo se produjeron.
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