Flores en la tumba del asesino
En más de un cementerio una víctima de ETA convive con alguno que hizo detonar una bomba o apretó el gatillo
En El dolor de los demás, Miguel Ángel Hernández describe una escena terrible. Dos ataúdes sellados son introducidos en un velatorio. Cada cual contiene un cuerpo destrozado: el de un asesino suicida uno, el de su víctima otro. “La madera los iguala. La víctima y el asesino. Son los hijos. Es ella y es él”. El mejor amigo del autor tiene 18 años y ha asesinado a su hermana, suicidándose después. Los dos ataúdes descansarán juntos en el mausoleo de la familia. Quien quiera llorar a la víctima tendrá que enfrentarse también a su verdugo. Quien no quiera pensar que el verdugo fue capaz de “lo más terrible”, como lo califica Hernández en varias ocasiones, no tendrá otra opción que enfrentarse al encuentro con su víctima.
Este libro se centra en un caso de violencia machista en el seno de una familia, aunque, como bien señala el narrador, cuando ocurrió en 1995 nadie lo calificó así, ningún medio prestó atención a la víctima, sino al asesino. El caso en sí tiene interés, pero uno de los grandes valores de este libro es que invita a reflexionar sobre otros contextos en los que la violencia irrumpe en pequeñas comunidades y quien la ejecuta tiene un nombre que conocemos. Mientras lo leía recordaba el documental de Aitor y Amaia Merino Asier ETA biok (otra vez, como con el documental Mudar la piel, de Ana Schultz, hay aquí una coincidencia de miradas y generacional) y cómo Merino se enfrenta al dilema moral de su amistad con un militante de ETA. Los dos casos son muy diferentes, incomparables en muchos sentidos. Asier (el protagonista del documental de los hermanos Merino) tiene una motivación política para pertenecer a ETA y, aunque ha cumplido cárcel, no tiene delitos de sangre. Nicolás, el mejor amigo de Miguel Ángel Hernández, ha cometido un crimen terrible e incomprensible. Mientras que en uno hay un contexto, en el otro sólo se especulan motivos oscuros, inconcebibles. En Merino hay un intento de ponerse en la piel de su amigo, intentar entender (que no justificar) el camino que le llevó a apoyar la violencia. En Hernández hay espanto y remordimiento por no haber visto lo que escondía su amigo. A pesar de que las diferencias son fundamentales, las preguntas acaban siendo las mismas. Porque la indagación de estos autores no tiene tanto que ver con la naturaleza de la violencia, su motivación o su ejecución, sino con cómo nos afecta tener entre nosotros al “monstruo” que no es tal, sino personas cercanas, incluso queridas, que son capaces de traspasar el límite ético del respeto a la vida humana.
“¿Podemos recordar con cariño a quien ha cometido el peor de los crímenes? ¿Podemos amar sin perdonar? ¿Es posible llevar flores a la tumba de un asesino?”, se pregunta Hernández. “¿Pueden unos principios éticos racionales ser más importantes que el afecto?”, se pregunta Merino. Estas dos obras nos sitúan en el límite de la empatía y de los afectos contradictorios y abren un terreno rico para la reflexión, particularmente en procesos como el que estamos viviendo ahora en Euskadi. Tal vez no haya ningún mausoleo vasco que albergue a una víctima y a su verdugo, pero sí hay más de un cementerio donde una víctima de ETA convive con alguno que hizo detonar una bomba o apretó el gatillo, cementerios donde frente a las tumbas de los muertos se dividen las familias.
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