Dios no es humorista
Aunque hayamos terminado el año como siempre, hechos una ruina, estaría bien empezarlo riéndonos a mandíbula batiente
AL CONTRARIO, Dios es un humorista, es como se titulaba una novela de Ludwig Pursewarden, un personaje de El cuarteto de Alejandría, aquella tetralogía de Lawrence Durrell que algunos leímos de adolescentes y que yo desde entonces no he vuelto a leer, por miedo a que no me guste tanto como me gustó. (No es raro: no he vuelto a leer Miguel Strogoff desde los 8 o 9 años, pero me acuerdo de ella como si acabara de leerla; no he vuelto a leer Rayuela desde los 18 o 19 años, pero la tengo presente cada vez que siento la tentación letal de apretar el tubo del dentífrico desde abajo). En cuanto a Pursewarden, era un personaje extraordinario, o así lo recuerdo yo, un diplomático británico, borracho, blasé y suicida que se dedicaba a soltar a diestro y siniestro frases rutilantes, del tipo: “Las verdaderas ruinas de Europa son sus grandes hombres”. O: “Hace falta una inmensa ignorancia para acercarse a Dios. Me temo que yo siempre he sabido demasiado”. O: “Dios mío, por fin empiezan a tomarme en serio. Esto me impone terribles obligaciones. Tengo que reírme dos veces más”.
¿De verdad puede ser Dios un humorista? Eso es lo que también pensó alguna vez Imre Kertész, quien un día de junio de 1983 escribió en una entrada de su diario: “A mí me parece que Dios es un humorista, un humorista desde luego un poco cruel, aunque no desprovisto de la bondad sabia pero limitada de los verdaderos humoristas”. ¿Había leído Kertész a Durrell y estaba repitiendo, de forma consciente o inconsciente, el título de Pursewarden? Aunque es difícil imaginar a dos escritores más distintos que el húngaro y el inglés, no hay que descartarlo, porque El cuarteto se publicó entre 1957 y 1960, más de 20 años antes de la anotación de Kertész, en la que por lo demás es imposible no admirar eso de “la bondad sabia pero limitada” del humorista auténtico. Sea como sea, lo que demuestra que Kertész era mejor escritor que Durrell (o más perspicaz, o simplemente mejor lector de Kafka) es que en seguida comprende que se equivoca, comprende que Dios no puede ser un humorista y que de hecho los hombres hemos inventado el humor para paliar las insuficiencias de Dios, o más bien su ausencia; y por eso a renglón seguido se corrige: “Si Dios —y con Él la vida— fuese perfecto (transparente y desprovisto de muerte y de miedo), el humor no existiría”. Claro que no: el humor es la feliz válvula de escape del pánico, es el consuelo de los que carecen de consuelo, es un arma de destrucción masiva de todas las certezas, es el sentido de quien sabe que nada tiene sentido o no se conforma con que el único sentido sea la muerte (porque sin muerte no hay vida), es la alegría pletórica y sin esperanza que resulta de la adhesión sin resquicios a lo real, que es insuficiente y efímero, pero es lo único que hay. No he mencionado a Kafka porque sí; ni siquiera porque sea uno de esos escritores escasísimos que se empiezan a leer en la adolescencia y nunca se terminan de leer. Lo he hecho porque nadie como él sabía que el humor es la cosa más seria que existe, que un día sin risa es un día perdido y que, en un mundo sin Dios, el sentido del humor es casi una obligación moral. Lo dijo o lo vino a decir muchas veces, pero, que yo sepa, nunca de forma tan clara como en un libro que no escribió él, sino Gustav Janouch, un esloveno casi anónimo que conoció en su juventud praguense a Kafka, quedó deslumbrado por él y en 1951, casi 30 años después de la muerte del escritor checo, publicó un libro donde rememora las conversaciones entre ambos. Allí dice Kafka: “En estos tiempos tan despojados de Dios es preciso ser gracioso. Es un deber”. Y en seguida añade: “La orquesta del barco siguió tocando en el Titanic hasta el final. De ese modo se le arranca a la desesperación el suelo que está pisando”.
Así que, aunque hayamos terminado el año como siempre, hechos una ruina y sabiendo demasiado para acercarnos a Dios, estaría bien empezarlo riéndonos a mandíbula batiente, imitando la bondad sabia aunque limitada de los verdaderos humoristas, tocando y tocando hasta el final para arrancarle el suelo a la sucia desesperanza. Feliz 2019.
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