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Tribuna
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La derecha despechada

El panorama político de la derecha ha dado un vuelco con un sofocante integrismo con que deplora la acción de gobierno. Puede que le sea favorable, pero falta ver si es conyuntural o un cambio programático

Jordi Gracia
Nicolás Aznárez

Con viento de cola culpable y marejadilla de mala conciencia, confieso que a mí también me va tirando al monte esta nueva derecha con sus últimos empujones. El vuelco que ha dado el panorama desde la izquierda no es nada con el que ha dado el macizo de la derecha. Está tan contagiosamente encendida que igual ha conseguido el viraje íntimo de decenas de miles de crédulos ciudadanos, incautos ilusos y progres entumecidos. Quizá son ya centenares de miles quienes creen que los socialistas han llegado para cumplir con el fraude previsible de antaño como clones de un pasado aborrecido. Antes Felipe González, después Rodríguez Zapatero, hoy Pedro Sánchez: una indivisa e infausta conspiración contra España de socialismo montaraz y oportunista.

Muchos habían creído que este Gobierno funcionaría como corrector lento y pragmático de la peor herencia de Rajoy, de Cospedal, de Wert, de Montoro; creyeron que valdría como balón de oxígeno contra el clima de asfixia en Cataluña; creyeron que encarnaría el reconocimiento a las reglas de una democracia del siglo XXI y sabría escoger tanto a mujeres como a hombres con atributos intelectuales y solvencia profesional para mitigar las crisis en que seguimos. De hecho, llegaron a creer que el lenguaje público mutaría y los ministros hablarían como ministros competentes, y cuando hubiese errores, rectificarían, y cuando hubiese dificultades, las contarían, y cuando hubiese limitaciones imbatibles, las confesarían. No llegaron quizá a imaginar que pactarían con vistas al futuro con Podemos, pero también lo han hecho, y encima con medidas reformistas y pulcramente socialdemócratas.

Quizá le haya caído a gran parte de la ciudadanía la venda de los ojos y vivan ya desengañados por completo y deslumbrados con la fe y el aura de Pablo Casado y Albert Rivera, ambos vehemente y radicalmente españoles. El sofocante integrismo con que deploran la acción de gobierno puede que les sea favorable. Quizá hoy ven en la aluminosis de Rajoy, tan cauto, tan quieto, tan muermo, a una derecha que no parecía de derechas, o una derecha zombi sin brillo ni intensidad. Quizá sienten que con Pablo Casado y Albert Rivera los puntos han vuelto sobre las íes descabaladas para que nadie discuta que la inacción de Rajoy ocultaba su sumisa entrega al independentismo, puro prólogo a la claudicación socialista. Hoy redimen a la esencia histórica de España —en himnos de amor y hazañas gloriosas— con argumentos como mazas de piedra: de la horchata de Rajoy al garrotazo rejuvenecedor. La promesa de aplicar cuanto antes “un 155 duro” toca sensiblemente las zonas erógenas de la ciudadanía, por lo visto, y hasta coquetea con cuero y tachuelas sado. Lo mejor que puede hacer Carolina Punset es cambiar de siglas si de golpe se ha hecho progre y socialdemócrata. Ciudadanos, desde luego, no.

Hoy redimen a la esencia histórica de España con argumentos como mazas de piedra

Todavía está todo en barbecho, pero la derecha ha salido del armario con las viejas ideas sincronizadas a la armonía celestial de Twitter: las cuentas del Gobierno son falsas, la recesión es segura, Europa está en la inopia y a España la tumba Sánchez, Sánchez es un plagiario y un farsante, además de un fraude, la democracia española bombea subversión y desde la cárcel Junqueras es el puto amo, y no Pablo Iglesias, como creyó Maíllo en un ataque de debilidad a micrófono caliente. El jefe de la tribu y del tinglado es Junqueras. Por su culpa les robarán los ordenadores a los niños andaluces y los instalarán en las aulas del burgués barrio de Sarrià, y gracias a su jefatura Sánchez culminará el inconfesado sueño de la independencia de Cataluña: va a romper España por las buenas y porque sí. A Urkullu le espera una respetable travesía del desierto y a Juan Rosell no le quedan más que unos pocos telediarios después de tanto bisbiseo con Junqueras, como si esto fuese un problema político y no el apocalipsis sacrílego de nuestra inmaculada Hispanidad. ¿Alguien lo ha dicho ya? ¿Alguien ha propuesto que sea por fin el 12 de octubre la diada española de Cataluña? Si no lo hacen estos chantajeados políticos socialistas, lo hará por fin la calle populosa y saludable, sin complejos y arrebatadamente española. Ya iba siendo hora de hacer sonar en nuevos himnos las viejas prosapias de ínclitas razas ubérrimas contra el desmán de un socialismo podemizado, extremista, antiespañol e independentista.

Espero que sepan lo que hacen y que les sirva de algo; espero que no se desvele al cabo de nada toda esta alucinada melopea como mera estrategia electoralista proyectada sobre el electorado andaluz y lanzada hacia las municipales de mayo.

Por culpa de Junqueras robarán los ordenadores a los niños andaluces y los instalarán en Sarrià

Si este escaparate de sobreactuaciones despechadas termina en cuatro días, o es solo una estrategia para arañar unos pocos votos, la indigencia política de esta derecha pasará a engrosar la lista de actuaciones históricas más deplorables de la democracia. Lo hicieron ya con un despliegue de medios abrumador cuando pactaron el sindicato del crimen con Camilo José Cela como proa simbólica y con Luis María Anson como delator póstumo de la operación para derribar a cualquier precio a Felipe González entre 1993 y 1996; lo hicieron con menos aparato, pero equivalente instinto predador con Rodríguez Zapatero desde la primerísima hora de una derrota imprevista en 2004. La diferencia hoy está en la legitimidad que buscan en los vientos gélidos de Trump y sus emisarios europeos, mientras ceban un resucitado fervor españolista y activan la descalificación irreflexiva y discrecional de cuanto haga el Gobierno.

Pero puede que estos hoscos tintes de la derecha de hoy no se disipen a golpe de vergüenza, de decoro y de bochorno.

Entonces no estaríamos tanto ante una recaída coyuntural en viejas prácticas como ante un cambio de coyuntura programática. Quizá habría que hacer la ola a Pablo Iglesias y pedirles, como hizo él, que sigan así. Pero no, tampoco es buena idea, ni siquiera como ironía: si este subidón frenético de hoy tiene la forma de una rabia pasajera, el descrédito sería olvidable y reversible. Si fabrica desde hoy el paisaje de fondo para una nueva mayoría contagiada del peor populismo global —que es el de la derecha y ha sido el históricamente más dañino en el siglo XX—, el efecto puede ser mucho más letal y corrosivo. Habrá que oírles mandando a callar a los catalanes de una vez, aunque sean cinco millones y medio de electores llenos de diferencias entre ellos, y expulsando a Podemos del corro democrátrico para que deje de hacerse el cordero y exhiba su rabillo diabólico. Confío en que no hayamos de arrepentirnos todos del despecho de una derecha desacomplejada. Parece solo el espasmo descarnado y feroz de una reciente derrota traumática, pero podría llevar dentro una recaída en trasnochadas pendencias peligrosamente vintage.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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