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CARTA BLANCA
Columna
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Otra historia

Hay amores que no terminan de marcharse. Surgen cada cierto tiempo en el recuerdo y los reencuentros, desafiando los años y las peleas

MIENTRAS CENÁBAMOS anoche en ese mínimo restaurante gallego que hay al lado de casa y te oía hablar, me parecía raro y conmovedor que siguiésemos ahí desafiando los años, las peleas, los desencuentros. Y tiene gracia que aún mire tu barba como cuando era más larga y un poco pelirroja.

Nunca hemos vivido juntos mucho tiempo, pero aún adivino lo que vas a pedir, así que, cuando eliges menestra y merluza, sonrío y no digo nada. Siempre te molestaba esa parte mía de marisabidilla, ese empeño en adivinarte el pensamiento. Y sigo preguntándome después de tanto tiempo por qué no acabas nunca de irte del todo. Ya no eres mi amante, y desde que te fuiste a vivir a Argentina ni siquiera has sabido ser ese amigo al que uno cuenta sus proyectos y sus penas. Pero seguro que lo sabes, que adivinas que ya me he acostumbrado y que nunca podré echarte del todo. Que cada cierto tiempo recordaré aquel viaje a París, aquel colchón junto a la ventana por la que entraba el sol también en invierno, o tu nuca inclinada sobre la mesa, fija en los temas de la oposición. Y que volverán aún ese bar de Alcalá de Henares y el tipo aquel que se acercó con un décimo de lotería. “A mí ya me ha tocado”, le dijiste.

Todo se complicó cuando empezamos a tomárnoslo en serio. El primer día que hablamos del futuro se lo contaste a tu mujer. A los tres días le advertí a mi marido de que había conocido a alguien. Eran los tiempos de Franco y éramos de izquierdas. Podías acostarte con otro, pero nunca mentir o engañar a tu pareja. Contar era sádico y poco práctico cuando todavía no había una decisión tomada. Pero era sentirse progresista. Amar no podía ser una obligación ni un sacrificio. Y fingir era lo último. Éramos tan buenos, tan leales a pesar de todo, que no conseguí elegir, tomar una decisión definitiva. Necesitaba aire.

El día en que murió el dictador, algo se me encendió por dentro. Y creímos ser más libres todavía. Era la democracia, el país reventaba de entusiasmo. Por qué precipitarse. Íbamos a votar. Todo lo bueno estaba por venir. Pero una tarde tonta me viste seria, te hartaste de mis dudas y me quedé sola.

Tres meses después sonó el teléfono. Desayunaba en la cocina de la casa nueva y supe sin descolgarlo que eras tú. También entraba el sol por los cristales grandes. Qué poco le ha durado esta vez el cabreo, pensé, y durante unos segundos fui feliz, más que nunca. Pero tu voz no era la de siempre. “Te llamo para decirte que me caso y que tú tienes la culpa”. Era la segunda vez.

Mientras ceno contigo vuelven a atacarme las sospechas. Has venido por algo, a contarme algo. ¿No será porque vuelves a casarte?

Menos mal que lo nuestro es otra historia.  

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