Puertas que se cierran
¿Qué lleva a los ciudadanos de un país a seguir a un dirigente que acaba por privarles de su libertad?


Ni siquiera cuando el Tercer Reich se derrumbaba a marchas forzadas, y Alemania era sometida a bombardeos constantes mientras los Ejércitos aliados avanzaban por el este y el oeste, los nazis tenían miedo a una rebelión interna. No se trataba solo de la capacidad del régimen para instaurar el terror, sino de que el carisma de Hitler se mantenía. De hecho, la Gestapo temía una posible revuelta de trabajadores forzosos extranjeros, que alcanzaban los siete millones —uno de los aspectos menos estudiados del nazismo es la cantidad de esclavos explotados por los ciudadanos corrientes en casas, panaderías o granjas—, pero no de los alemanes, por muy clara que estuviese la derrota.
Esa es una de las conclusiones a las que llega el gran historiador Ian Kershaw en su libro El final. La Alemania de Hitler 1944-1945. Y para tratar de explicarlo recuerda una frase de un escritor alemán pronunciada después de la guerra: “¿Qué nos llevó a seguir a Hitler hasta el abismo como los ratones del flautista de Hamelín? El misterio no es Adolf Hitler, el misterio somos nosotros”.
¿Qué lleva a los ciudadanos de un país democrático a renunciar a una parte de sus derechos y, al final, al más importante de todos ellos, su libertad, para ponerse en manos de un líder carismático que lanza promesas imposibles de cumplir, que pasan además por enterrar sus libertades? No nos encontramos en los años treinta pero, como recordaba otro historiador del nazismo, Christopher R. Browning, en un artículo en The New Review of Books, las similitudes en algunos países empiezan a ser lo suficientemente inquietantes como para que esa pregunta resuene con fuerza.
En la película sobre los juicios de Núremberg, Vencedores o vencidos, Burt Lancaster interpreta a un prestigioso jurista que acabó colaborando con los nazis. Se muestra profundamente arrepentido y, al final, le dice al fiscal encarnado por Spencer Tracy: “Los millones de muertos… créame, nunca pensé que llegaríamos a eso”. A lo que Tracy responde: “La primera vez que condenó a un hombre sabiendo que era inocente, ya llegó a eso”. Hay puertas que, una vez cerradas, ya no se pueden volver a abrir, caminos que una vez emprendidos, es difícil dar marcha atrás.
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