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Columna
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La brecha

El independentismo vive un desconcierto que lleva a situaciones que rozan la vergüenza ajena

Josep Ramoneda
El president de la Generalitat, Quim Torra, durante la sesión de control al Govern en el Parlament.
El president de la Generalitat, Quim Torra, durante la sesión de control al Govern en el Parlament.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

Peter Sloterdijk hablaba de la “disposición a mirar con los ojos de los otros para aprender”, y no parece que éste sea un criterio incorporado a la política. Y tampoco se conoce el hábito de dejar trabajar la palabra del otro para tratar de entenderle mejor. Los problemas entran en bloqueo porque demasiado a menudo las consignas van por delante de los hechos y el mezquino interés partidista de corto recorrido contamina cualquier ética de la responsabilidad. Lo escribía Alfredo Pastor en La Vanguardia: “PP y Ciudadanos optan descaradamente por tratar una cuestión de Estado como si fuera parte de un programa electoral”.

La cuestión de Estado es, obviamente, el llamado problema catalán. Hace un año se vivieron los días de máxima confrontación. Ha habido tiempo de sobra para que el soberanismo entienda que la vía unilateral no es transitable, por simple evaluación de fuerzas, y que las instituciones españolas asuman el error que fue la transferencia del conflicto a la justicia y abandonen la fantasía de la derrota y rendición incondicional del independentismo. Hay que entenderse.

El independentismo vive un desconcierto que lleva a situaciones que rozan la vergüenza ajena. Hasta ahora la represión sufrida había conseguido mantener la unidad de un movimiento tan diverso en intereses, modales, culturas políticas, composición social y posiciones ideológicas. El conflicto está ya a cielo descubierto: los herederos de convergencia pelean por no perder el monopolio del nacionalismo y Esquerra Republicana ha visto la oportunidad de acabar con tan larga hegemonía. Y la fiebre ha subido tanto que Puigdemont no ha dudado en sacrificar la mayoría parlamentaria a sus intereses. En consecuencia, dos símbolos de la revuelta han obtenido el rechazo de la cámara catalana: la reivindicación del derecho de autodeterminación y la reprobación del Rey.

Lenta y traumáticamente el independentismo asume sus límites. De Junqueras a Torra, unos están ya virando hacia una carrera de fondo, otros siguen esperando una nueva descarga eléctrica, en forma de sentencia judicial, que vuelva a exaltar los ánimos. Y así se está abriendo la brecha entre posibilismo e irredentismo que debería dar paso a la vía política. El presidente Sánchez lo sabe, pero choca con la falta de autoridad que deriva de su precaria mayoría. Y PP y Ciudadanos siguen a su bola, porque su pugna partidaria es más importante que afrontar con responsabilidad un conflicto que definirá el futuro del país. Apelar a la virtud de la prudencia tanto a la derecha española como a los jueces, puede parecer un brindis al sol. Pero la democracia española tiene la oportunidad de demostrar que dispone mecanismos democráticos suficientes para encauzar un problema tan complejo e integrar al independentismo. Salvo que la derecha española, alentada por viejos roqueros convertidos en guardianes de las esencias, ya haya optado por instalarse en la ola autoritaria que recorre el mundo.

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