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Tribuna
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El ‘caso Kavanaugh’ y las políticas de identidad

La polémica creada en el proceso de designación del nuevo juez del Tribunal Supremo de EE UU ha puesto de manifiesto que la brecha ideológica ya no es la más importante en la política actual

Antonio Caño
ENRIQUE FLORES

Separemos todo lo que hay de política en el caso Kavanaugh—que es mucho, puesto que la designación de un juez vitalicio para el Tribunal Supremo es una de las más importantes decisiones políticas que un presidente puede tomar a lo largo de su mandato— y comprobaremos la magnitud de la guerra cultural que se libra actualmente en Estados Unidos y seguramente en la mayoría de los países desarrollados.

Hemos visto frente a frente al juez Brett Kavanaugh y a la profesora Christine Blasey Ford, la mujer que le acusa de haberla agredido sexualmente cuando ella tenía 15 años y él 17. Kavanaugh niega “al 100%” la acusación. Ford la sostiene “al 100%”. Ambos han expuesto su versión ante el Senado. Ford, en un testimonio conmovedor en el que era fácil reconocer la angustia que esa mujer ha arrastrado durante tantos años de silencio. Kavanaugh, con una declaración también emocional en la que, entre lágrimas, relató su vida de buen ciudadano americano, incluido sus esfuerzos en los estudios y sus horas como entrenador de basketball y servicio a la comunidad. Todo el país siguió el duelo con el mismo apasionamiento, discutiendo en los supermercados, peluquerías y centros de trabajo sobre a quién había que creer y quién era el impostor.

Las feministas, los columnistas más a la izquierda se han puesto claramente del lado de Ford, que ha conseguido devolver al primer plano con toda su vitalidad al movimiento #MeToo. Otras muchas mujeres no activistas y sin adscripción política también parecen haber simpatizado con la profesora y con su condición de víctima, a juzgar por las tendencias que los periódicos observan entre los votantes para las elecciones del próximo mes de noviembre.

Kavanaugh apeló a los hombres corrientes, a los que les gusta tomarse una cerveza y que, quizá, se han excedido

En el otro lado, los comentaristas conservadores reclaman el derecho de Kavanaugh a la inocencia, exigen pruebas más claras de la denuncia presentada y dudan de que un episodio ocurrido hace más de treinta años en un entorno de adolescentes pueda detener la carrera de un hombre para uno de los cargos más importantes del país. Junto a ellos, otras personas se preguntan en tertulias y conversaciones de cocina hasta qué punto es justo lo que le sucede a Kavanaugh y hasta qué grado de inquisición puede llegar a someterse a representantes y cargos públicos.

Los dos grupos representan los dos polos de este país, radicalmente enfrentados en los últimos años: el primero ve en el caso Kavanaugh la ratificación de sus peores temores sobre la presidencia de Trump; el segundo lo interpreta como una demostración de lo conveniente que ha sido llevar a Trump hasta la Casa Blanca. El primero cree necesario proteger a las víctimas de Trump —en este caso las mujeres—. El segundo cree necesario proteger a gente como Kavanaugh, blanco y conservador, víctima de un supuesto establishment liberal.

Esta es la gran diferencia de este caso al de Anita Hill hace 27 años, y esto es lo que ha cambiado este país en ese plazo. Entonces era simplemente demócratas contra republicanos, entre otras razones porque el acusado del ataque sexual pertenecía él también a una minoría racial. Ahora no es la brecha ideológica la más importante. Ahora la más importante es la brecha identitaria. Ford apeló en su testimonio a las mujeres, demócratas y republicanas, a todas las mujeres que han sentido el dolor de tener que callar un ataque sexual por miedo a no ser creídas o a ser desacreditadas. Kavanaugh apeló a los hombres corrientes, a los que les gusta tomarse una cerveza y que, quizá, a veces se han excedido y temen verse algún día también bajo una acusación que les llega de su pasado. “Me gusta tomarme una cerveza con mis amigos. A todo el mundo le gusta. A veces tomé demasiadas. A veces son otros los que toman más de la cuenta. Me gusta la cerveza. Todavía me gusta la cerveza”, dijo el juez en su testimonio.

Sin necesidad de recurrir a ninguna encuesta, es fácil suponer que miles de hombres votantes de Trump se sintieron identificados con una declaración tan elemental, casi estúpida, pero que, en el fondo, reivindica una forma de vida. Como dice Frank Bruni en The New York Times, solo le faltó decir a Kavanaugh que pertenece al ordenado mundo blanco y conservador de bebedores de cerveza y no a esa peste izquierdista extranjera que bebe chardonnay y pinot noir.

Y esto es lo que queda cuando se extrae del caso Kavanaugh la política tradicional: una guerra cultural entre la identidad de los valores americanos supuestamente acosados desde hace años y la identidad de otro grupo minoritario igualmente sometido a un ataque, las mujeres esta vez.

El debate sobre la política de identidad ha cobrado actualidad en EE UU ante la próxima aparición del último libro de Francis Fukuyama, Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment. El célebre autor sostiene en un artículo previo en la revista Foreign Affairs que “las políticas de identidad se han convertido en un concepto que explica mucho de lo que está ocurriendo actualmente en el mundo”.

Va a ser difícil salir de esta dinámica a la que tan fácilmente se suman seguidores en estos tiempos

Las políticas de identidad explican el Brexit, el crecimiento de la extrema derecha en Italia y Alemania, los brotes nacionalistas radicales en Europa y, por supuesto, el triunfo de Trump, que consiguió movilizar a ese ejército de bebedores de cerveza que se considera maltratado por décadas de atención a los derechos de los demás, de las minorías raciales, religiosas o de género.

La derecha es la que más ha recurrido a las políticas de identidad, sobre todo en torno a identidades nacionales y raciales desde las que ofrecer resistencia al crecimiento de la emigración y los refugiados. Pero también la izquierda, en opinión de Fukuyama, ha girado hacia la defensa de minorías marginalizadas cuando decayó su agenda de cambios sociales.

El apoyo a la lucha de las minorías ha reportado indiscutibles mejoras en las condiciones de vida y en los derechos de homosexuales, mujeres y razas y religiones minoritarias. Pero ha reducido la preocupación por las reformas económicas y políticas que beneficien a la mayoría y, sobre todo, ha polarizado el debate, dividido a la sociedad y erosionado las instituciones tradicionales de las democracias, sobre todo los partidos políticos. Las principales víctimas del caso Kavanaugh pueden ser el Tribunal Supremo, el Senado y, por supuestos, los dos grandes partidos del país, cuyo papel es completamente secundario frente a los verdaderos protagonistas de esta crisis: #MeToo y Trump. A los partidos, aquí y en otros países, solo les queda una opción: radicalizarse al ritmo en que se radicalizan los movimientos identitarios que de forma oportunista pusieron en marcha.

Va a ser difícil salir de esta dinámica de lucha de identidad, a la que tan fácilmente se suman seguidores en estos tiempos. Fukuyama propone el reconocimiento de que el hombre moderno en las sociedades contemporáneas no posee una sino múltiples identidades y la búsqueda, por tanto, de una causa superior, una identidad que sea capaz de aglutinar al mayor número de ciudadanos posibles. En el caso de EE UU, esa causa superior serían los valores fundacionales del país, que incluyen la libertad, la democracia y la apertura a la emigración. Esa receta no sirve para otros países cuyos valores fundacionales no existen, están obsoletos o son motivo de enfrentamiento.

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