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¿Funciona prohibir el tabaco?

El actor Tristán Ulloa, en un plano de la popular serie televisiva Fariña.
El actor Tristán Ulloa, en un plano de la popular serie televisiva Fariña.Atresmedia
Martín Caparrós

Los países ricos fuman cada vez menos: ha quedado claro que prohibir funciona

Se ha vuelto una marca de época: pocas cosas tan vintage como el humo. Se diría que la menguante industria del tabaco sobrevive gracias a la floreciente industria de las series: en ningún sitio se fuma tanto como en ellas. En cuanto una serie –Mad Men, Narcos, Fariña– quiere ser siglo XX ponen a todos a fumar como si el mundo, años atrás, hubiera sido un cenicero. Y de algún modo lo era.

No es fácil aceptar que la coerción sirve. Queremos creer que no: que las prohibiciones producen, al contrario, más apetencia por lo que se prohibe. Y, sin embargo, el caso del tabaco nos complica.

El tabaco fue la gran venganza americana. La conquista de los europeos mató a muchos millones de locales; ellos, a cambio, les dieron esa planta para que se mataran solos. El desquite tardó: recién a mediados del siglo XIX el tabaco, convertido en cigarrillo, empezó a imponerse. Fue, primero, armado a mano, hasta que un genio olvidado inventó, en 1881, la primera máquina de hacerlos: la industria estaba lanzada y el mundo se abrasaba.

El consumo explotó: en 1925, el mundo encendía 10.000 millones de cigarrillos por año; hoy se fuman 18.000 millones por día. No hay producto global que venda tantas unidades y mate a tanta gente. Alguna vez, cuando un historiador nos mire desde unos siglos de distancia, dirá que el XX fue una era de grandes masacres en que los hombres crearon por fin los medios para destruir el planeta y, mientras se amenazaban con usarlos, se envenenaban lenta, constante, voluntariamente.

Hasta que algunos se fueron dando cuenta. Hace ya más de 50 años las grandes tabacaleras americanas supieron que sus usuarios podrían rebelarse y decidieron apostar por los pobres. En 1964, el director de Liggett & Myers –una de las compañías más importantes– explicaba su política: “El mercado del cigarrillo en los Estados Unidos está casi saturado. En el resto del mundo, en cambio, se consumen, término medio, cuatro veces menos cigarrillos que en América. Así que tenemos que expandirnos en ese mercado. Es un mercado ávido de productos norteamericanos: la prueba está en que todas nuestras marcas multiplican sus negocios en el exterior a un ritmo acelerado, a pesar de que sus precios son, por lo general, superiores a los de las marcas nacionales”.

Lo consiguieron y, además, sobrevivieron unas décadas más en sus propios terrenos. Hasta que los estados ricos se hartaron: las enfermedades del tabaco les costaban demasiado caro. Con el fin de siglo empezaron las campañas que explicaban sus males, las fotos asquerosas, la interdiccón de las publicidades, los aumentos de impuestos. Pero hubo, sobre todo, prohibiciones. Cada vez más lugares impidieron a las personas que fumaran: aviones, primero, y hospitales, después trenes y taxis, después bares, hoteles, estadios, al fin incluso ciertos parques.

Yo imaginé que no funcionaría: que la prohibición despertaría las ganas de hacer lo prohibido, alguna rebeldía; no fue así –y me duele aceptarlo. No fumo, pero me inquieta que prohibir funcione. En España, sin ir más lejos, el año pasado se vendió la mitad de cigarrillos que una década antes: 2.200 millones en lugar de 4.500. Cada vez que termino de cenar en un restorán –o en una casa– con un grupo de amigos que hace unos años habría sacado su tabaco, me sorprendo porque ya –casi– nadie lo hace. Y lo mismo pasa en oficinas y redacciones y clases y bares; tanta gente se ha olvidado de algo que, hace unos años, parecía ineludible. Ahora, gracias a eso, los que se envenenan son otros: ahora fuman los chinos y los pobres. Todo un triunfo de la salud, del bien, del cuidado de nosotros mismos.

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