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Columna
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Fuera de juego

Parar el partido reglamento en mano para acusar de tramposo al rival es un clásico que hace las delicias del respetable público

Enrique Gil Calvo
Albert Rivera durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso.
Albert Rivera durante la sesión de control al Gobierno en el Congreso.Victor J Blanco (GTRES)

Cambio de tercio en la agenda española. Del empeño en recordar el primer aniversario de la insurrección secesionista se ha pasado a la guerra de títulos universitarios. Todo gracias al golpe de efecto de Rivera, que ha logrado zafarse de la pinza entre Sánchez y Casado mediante la denuncia de su falsificación académica. Eso ha obligado a parar el juego político y encender la moviola o el VAR para escrutar si la tesis de Sánchez fue gol o no lo fue, por haberse obtenido en fuera de juego. Que es lo que afirma la prensa de oposición, reeditando una segunda versión tragicómica de aquella conspiranoia sobre el 11-M.

Parar el juego reglamento en mano para acusar de tramposo al rival es el clásico sesgo de la competitividad masculina. Así lo descubrió la teórica del feminismo de la diferencia, Carol Gilligan, tras advertir que los niños juegan de forma diferente a las niñas, pues mientras estas interrumpen el juego en cuanto alguna se lesiona para ser consolada por todas las demás, aquellos en cambio no detienen la partida por mucho daño que se hagan, y sólo paran el juego en cuanto sospechan que su rival hace trampas. Y de aquí dedujo Gilligan la contraposición de la ética del cuidado, típicamente femenina, frente a la ética de la competición, definitoria de la identidad masculina.

Y es en la política donde mejor se evidencia este sesgo competidor, que se caracteriza por dos únicas reglas paradójicamente contradictorias. La primera es la obsesión por ganar a cualquier precio, incluyendo el de infringir las reglas mientras no te cojan in fraganti. Y la segunda es evitar que te hagan trampas haciéndote quedar como un pardillo. De ahí el cruce permanente de mutuas acusaciones de fullero, tahúr y tramposo, que obligan a parar el juego cada poco. Como ahora ha hecho Rivera acusando a Sánchez de plagiario. Y si la acusación no se sostiene tampoco importa, pues al parar el juego al menos te apuntas el tanto de marcar la agenda llevando la iniciativa ante los demás.

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Pero en esta ocasión hay algo que contradice las tesis de Gilligan sobre la diferencia de género, pues de los cuatro títulos académicos que han sido puestos en tela de juicio, dos corresponden a varones, pero los otros conciernen a mujeres. Lo que revela una sorprendente paridad de trampas y no sólo de méritos, como si para triunfar en un mundo de hombres las mujeres hubieran de superar pruebas tanto de madurez como de capacidad defraudadora. Hasta ahora se podía creer que cuando las mujeres accedieran al poder lograrían evitar la corrupción política, pero ahora ya no podemos estar tan seguros. Por eso también habrá que exigirles rendición de cuentas, para prevenir su caída en la tentación masculina de la competición fraudulenta.

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