Desde Santurce a la URCJ
El trabajo bien hecho es una forma de dignidad
A veces me pregunto qué hubiera dicho mi abuela de tal o cual noticia. Murió en 2005, así que no vio el fin de ETA —¡lo que se hubiera alegrado!— y por suerte se libró de los ocho años de Mariano Rajoy, aunque me hubiera gustado escuchar los juramentos que le habría dedicado. Estos días de escándalo continuado a cuenta de tesis inventadas, plagiadas o inexistentes me he acordado de ella, imaginando cómo entendería estos abusos de privilegio en la universidad.
Mi abuela nació en 1907 y desde los ocho años se dedicó a vender pescado en las calles. Era sardinera e iba con su cesta en la cabeza, desde Santurce a Bilbao, vengo por toda la orilla. Mi abuela, por supuesto, no fue a la escuela. No sabía leer ni escribir, pero era una mujer con una inteligencia natural excepcional. Aprendió sola, leyendo el periódico, o eso me contaba, y yo sigo sin poder imaginar cómo. Cuando en la guerra entraron los franquistas al pueblo, tuvo que salir corriendo por el monte y las balas la rozaban, me decía, como en las películas de vaqueros que tanto le gustaban. Mi abuelo huyó a Francia y durante meses ella pensó que había muerto. Pasaron los años, penurias varias, pero por fin mi abuela abrió una pescadería en Bilbao. Mi abuelo murió relativamente joven: el trabajo en la mar, un accidente en los astilleros, unos pulmones demasiado débiles.
Mi abuela hubiera entendido mejor que yo lo de los títulos obtenidos por la jeta porque este tipo de chanchullo parece pertenecer a su época más que a la mía
Para cuando yo nací, mi abuela no tenía la pescadería. Se había jubilado hacía años y vivía con nosotros. Mis padres trabajaban y ella nos cuidaba a mis hermanos y a mí. Era una mujer endurecida por la vida: “La obligación antes que la devoción” era su mantra y declaración de principios. A mí no me podía ver ociosa. Desde muy pequeña me obligaba a planchar subida a un banquito, limpiar el baño, hacer la cama, y si dejaba alguna arruga, me la deshacía y me obligaba a repetir hasta que quedara perfecta. Pero cuando me veía leer, mi abuela me dejaba tranquila. Entonces no había plancha, ni baño, ni cama. A ella le debo, sin duda, que me aficionara tan pronto a los libros. Entonces se sentaba cerca de mí a leer el periódico o alguna novela del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, de las que acumuló cientos. En sus últimos años le pedía que me contara historias de cuando vendía en la calle, de la guerra y la posguerra, de mi abuelo. Era una gran narradora y creo que con una educación adecuada podría haber llegado a ser lo que le hubiera dado la gana. Pero con lo poco que le dio la vida —una cesta, unas alpargatas y mucha inteligencia— supo crecer, cultivarse, inculcar a su hija y después a mis hermanos y a mí que el trabajo bien hecho es una forma de dignidad, que nadie regala nada, que sin esfuerzo nadie llega a ninguna parte, salvo los niños de papá.
Posiblemente mi abuela hubiera entendido mejor que yo lo de los títulos obtenidos por la jeta porque este tipo de chanchullo parece pertenecer a su época más que a (lo que debería ser) la mía: señoritos y señoritas con prebendas que piensan que la cultura del esfuerzo es sólo para los pringaos, para aquellos a los que nos han enseñado que nadie regala nunca nada, a no ser que seas hijo de o tengas carnet de ciertos partidos o suficiente palanca como para convertirte en una inversión de futuro para cierto rector.
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