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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Elogio del adversario

El combate de las ideas debe librarse en el tablero democrático que compartimos

Barack Obama saluda a John McCain en una foto de archivo.
Barack Obama saluda a John McCain en una foto de archivo.MANDEL NGAN (AFP)

El día del fallecimiento del senador McCain circuló un vídeo de campaña en el que una mujer lo interpelaba señalando que no podía confiar en Obama. “He leído sobre él y es un árabe”, decía. Respetuosamente, pero sin dudarlo, McCain cogió el micrófono y contestó lo que sigue: “No, señora. Es un hombre de familia decente, un ciudadano con quien simplemente sucede que discrepo en asuntos fundamentales”, y añadió que de eso era de lo que iba, en definitiva, la campaña. En ese momento, el senador McCain, consciente de su responsabilidad, eludió explotar políticamente un elemento incendiario: el miedo. Señalaba así que el motor de la política no debían ser las emociones primarias, sino las normales discrepancias dentro del respeto mutuo.

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En el día del fallecimiento de McCain, Obama evocaría a su vez una premisa que parece haberse olvidado en la era Trump, señalando que, a pesar de pertenecer a diferentes generaciones y sostener posiciones políticas antagónicas, ambos compartían su “fidelidad a algo superior, los ideales por los que generaciones de americanos e inmigrantes han luchado, desfilado y se han sacrificado”. A pesar de su rivalidad, les unía la misma idea de democracia, aquella que considera que los actores deben corresponsabilizarse del cuidado de sus instituciones. Debemos recordar demasiado a menudo que la batalla política se rige por normas y debe admitir espacios comunes, aunque solo sean aquellos que hacen posible la necesaria confrontación de ideas, pues es allí donde surge la posibilidad de una comunidad política. Frente a Trump, esta concepción de la política democrática niega la idea de la política como una guerra total. En democracia hablamos de adversarios políticos, nunca de enemigos, y es en ese reconocimiento donde está nuestra base legitimadora. Debemos confrontar nuestras ideas con ellos, pero no cuestionar su derecho a defenderlas si la discusión se produce dentro del tablero democrático que compartimos. Y conviene repetirlo: ese espacio común es lo que permite la existencia de una comunidad política, de la misma forma que convertir al adversario político en enemigo es lo que la destruye.

Trump, Obama y McCain no representan lo mismo. El actual presidente se sirve de las instituciones para instrumentalizarlas, incluso parasitarlas; McCain y Obama trabajaban para ellas como servidores públicos. Les unía su concepción de la batalla política como un marco de discusión, y era así como entendía McCain su patriotismo. Aunque cometió muchos errores, para él fue más importante defender una comunidad política compartida que su propia adscripción partidista. Sabía, y así lo demostró con fiereza, que estas profundas convicciones no le hacían más débil, intentando articular un republicanismo que fuese más allá del faccionalismo, vinculándolo de nuevo con la idea de servicio público. Lo hizo, además, sin aparecer como un traidor. Quizás fue su experiencia en la guerra lo que le facultó para ello, pero resulta excesivo y peligroso que, en una democracia, solo un héroe de guerra condecorado pueda apelar al consenso sin parecer desleal.

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