Al final de la escalada
El objetivo de tanta retórica y de tanta pasión desbordada va dirigido sobre todo a confirmar a cada cual que no está solo
En estos momentos de polarización extrema, cada frase que se redacta, cada opinión que se expresa, puede acabar teniendo el efecto de añadir gasolina al fuego. De hecho, la intensificación del conflicto catalán ha sido en gran medida el producto de una gran contienda verbal, tanto en las redes como en los medios de comunicación tradicionales. Pero este choque todavía no se había trasladado a las calles.
El objetivo de tanta retórica y de tanta pasión desbordada va dirigido sobre todo a confirmar a cada cual que no está solo. Pero también para hacer ver a los más templados, a los equidistantes, incluso a los perplejos, que esto va de escindir el campo político entre amigos y enemigos, la perfecta aspiración populista. Por eso sobra el parlamento, por definición el lugar de encuentro de la pluralidad. Como se dijo en estas páginas en un editorial, cuando este se cierra, como ocurrió en Cataluña, ya sólo queda la calle. Y bien que lo estamos viendo con la guerra de los lazos.
El mensaje es claro: este es un conflicto de suma cero, o ganan unos o los otros; ¡tiene que haber vencedores y vencidos! Ironías del destino, todo esto se hace coincidir ahora con los intentos por restañar las heridas del pasado, con emprender un ejercicio anamnético colectivo sobre la guerra civil para superar las polarizaciones destructivas. Un cínico diría que cómo vamos a suturar las llagas del pasado cuando somos incapaces de gestionar las que nos han brotado en el presente. Y no le faltaría razón.
Yo soy de los templaditos, pero, si se me admite la antinomia, un equidistante radical. Por eso no puedo dejar de ver el disparate en el que se está convirtiendo la guerra de los lazos. Esta nos ha introducido ya en una situación hobbesiana; o sea, de lo que ahora se trata no es de alcanzar un determinado bien, sino de minimizar los daños, de huir del mal mayor. Y el peor de todos es que la fractura social de la sociedad catalana de paso a la violencia.
Cuando empezaron a aparecer cruces amarillas en la playa ya empecé a inquietarme; pero al escuchar la voz del muecín patriótico de Vich recordando a sus feligreses su obligación de hacer honor al compromiso ciudadano por la independencia la inquietud se tornó en espanto. De la política democrática hemos pasado a la teología política. Y, ya se sabe, los dogmas ni se negocian ni discuten. En un exitoso libro, Daniel Gascón dijo que en Cataluña se había vivido un “golpe posmoderno”. No, me temo que no. Si hemos de volver a Hobbes es porque hemos tornado al mundo premoderno, a las guerras de religión, las “innegociables”. Puede que, después de todo, no le faltara razón a Toynbee: “el nacionalismo es lo poco de religión que queda en nuestros días”.
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