Empieza la hecatombe hispánica
Quien entienda que la misa taurina (en la calle o en los cosos) es un 'hapenning' artístico, que se la pague; pero a precio de mercado
Julio. Empieza la hecatombe hispánica. No puede haber en España una sola fiesta local en la que no se maree, encierre, trastee, pinche y, finalmente, mate a varios toros, en plazas públicas o privadas (aunque subvencionadas). Hay diferencia de entrada. A una plaza de toros el público elige asistir, para ver un espectáculo con cuadrillas profesionales, aparato escénico de cortijo y un torero (“un matarife vestido de cupletista”, según la definición hostil de Pitigrilli) de gran predicamento en el sentir de los entendidos; en una plaza pública, durante festejos y encierros, se impone la asistencia a todos los ciudadanos, salvo que se enclaustren en sus domicilios. Pero en ambos casos se trata de acosos y muertes de un animal subvencionados con dinero público. No deja de ser un contrasentido lacerante que en los últimos 10 años, con un recorte de gasto público brutal, en la vorágine del hundimiento de las rentas de todos los españoles, jamás se haya escatimado un solo euro público para pagar festejos con animales o para subvenir plazas de toros funcionando en régimen de concertación. La crisis ha pasado por el mercado taurino y por el futbolístico sin mancharlos ni tocarlos.
Ya pueden vestir la hecatombe hispánica de oropeles y pujos de misa pagana; o esgrimir la coartada de la emoción popular para explicar la obsesión enfermiza con el toro. El gusto por la sangre y el sacrificio ritual se explica mejor por la persistencia regresiva de la violencia como basamento tribal propio de las religiones arcaicas. Se mata —al enemigo, a las víctimas inocentes y a los animales— porque en la concepción supersticiosa neolítica la muerte se combate con la muerte. Lo sabemos desde Walter Burkert (Homo Necans). Ese mismo principio —cuanto más se mata, más se aleja la muerte— está en la raíz de la violencia contemporánea (Byung Chul Han). En España las manifestaciones más sórdidas de esta pulsión no están erradicadas; durante siglos se han jaleado con entusiasmo y financiado —en parte— con dinero público.
Tampoco sirve el argumento de que las fiestas con animales producen beneficios. Atraen al turismo, dicen, aumentan el consumo —sobre todo de alcohol, podría replicar un abstemio— y, en la medida en que aumentan los ingresos locales, crecen la recaudación tributaria. Bisutería conceptual. Cualquier espectáculo sangriento vende entradas a cambio de la excitación de los impulsos violentos. ¿Qué sociedad admitiría hoy un espectáculo de gladiadores o de lucha de unas fieras contra otras con el argumento de su rentabilidad?
Ni un solo euro más para subvencionar fiestas en las que se maltratan toros. Ni un solo euro público más para celebraciones donde se mata al toro de un tiro en plena calle (como en la localidad cacereña de Coria) un día tras otro para poner fin a la jornada de jolgorio. Ni un solo euro público para “encierros didácticos” en los que participan niños con el fin de prepararlos para futuras ordalías taurinas, ni para lidias de novillos de promoción. En España no solo se está pagando con el dinero del contribuyente el sacrificio ritual o lúdico de animales sino que, además, se inocula desde tempranas edades la obsesión por el toro. Quien entienda que la misa taurina (en la calle o en los cosos) es un happening artístico, que se la pague; pero a precio de mercado.
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