La paradoja de Brassens
Más allá del bigote y la pipa, la huella de su música sigue representando el 'santo grial' de los cantautores
George Brassens se ha convertido sin duda en el santo patrón de los cantautores. Sin sus canciones, tremendamente sencillas en sus ritmos pegadizos y a la vez muy complejas en sus letras y en su ingenio musical, no se puede concebir la obra de muchos creadores, desde Javier Krahe hasta Joaquín Sabina o Labordeta. Las versiones de sus discos, en todos los estilos, son infinitas. La cantautora valenciana Eva Dénia y la violoncelista Merxe Martínez grabaron hace poco un delicioso disco titulado Merci Brassens, un agradecimiento que seguro que comparten decenas de intérpretes en todo mundo. Nacido en Sète, en la costa mediterránea francesa, en 1921 y fallecido en Montpellier en 1981, cuando sólo tenía 60 años, la vigencia de su obra es, sencillamente, extraordinaria. Su bigote y su pipa se han transformados en iconos inconfundibles.
La calidad de su poesía es indiscutible, pese a que en una de sus mejores canciones, Súplica para ser enterrado en la playa de Sète, sostenga sobre el gran poeta francés Paul Valéry: “El buen maestro me lo perdone / y que, al menos, si sus versos valen más que los míos / mi cementerio sea más marino que el suyo”. Siempre se consideró un “modesto trovador”, que además se había equivocado de época –“He nacido con cinco siglos de retraso”, canta en El medieval–. Nunca le interesaron los honores, aunque recibió en 1967 el gran premio de poesía la Academia francesa, y vivió durante mucho tiempo en la misma (y muy modesta) casa en la que se escondió durante la guerra (no tenía ni cuarto de baño).
Una de sus canciones más celebradas y divertidas es Stances à un cambrioleur (Estancia para un ladrón) narra cómo le robaron la casa y por qué decidió no llamar a la policía. El caco, asegura, era un profesional porque le respetó su instrumento de trabajo, su guitarra, así como un retrato que le regalaron por su cumpleaños. “Qué buen crítico de arte hubieses sido, capullo”, le canta. De nuevo quita cualquier importancia a su trabajo: para él, robar casas era un arte tan noble como el suyo (si se realizaba siguiendo unas reglas de cortesía, como la ausencia de violencia y cerrar la puerta al salir con el botín).
Esta canción refleja muy bien el pensamiento de Brassens, un mundo sin buenos ni malos, en el que siempre intenta entender las razones del otro, en el que la importancia de las personas no dependía de su papel en la sociedad. “La transgresión de las normas es para él una profesión de fe”, escribe Salvador Juan en el reciente libro Sociologie d’un génie de la poésie chantée: Brassens. Este investigador estudia por un lado lo que las canciones de Brassens narran sobre la Francia desde la que fueron escritas, un país que pasó de la miseria de la posguerra a ser una potencia industrial, y, por otro, el concepto de sociedad que tenía el cantautor. “Brassens es un moralista paradójico porque no pretende dar lecciones a nadie”, escribe Sebastian, profesor de la Universidad de Caen. Esa es su gran paradoja: que era un individualista radical, que ponía en duda todas las instituciones –salvo cosas como la amistad, el sexo o una tarde junto al mar– y que, sin embargo, se ha impuesto en nuestra conciencia como un gran referente ético.
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