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Columna
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Hasta el día en que me vaya

Carlos Boyero

La adolescencia y la primera juventud, edades que excepto entre los muy ricos, los muy guapos, los fervientemente apegados a una causa (con cimientos o sin ellos) o los moderadamente tontos suelen estar acompañadas de la incertidumbre, el miedo, los complejos y la inseguridad, acostumbran a soñar para evadirse o consolarse de una realidad que les asusta, de la que se sienten excluidos o precozmente perdedores. Buscan fetiches, modelos estéticos, algo (mejor que alguien concreto, tan inalcanzable) que amar.

El cine encarnaba ese impagable refugio para los que se sentían perdidos o precozmente derrotados. Otros compaginábamos ese amor con los libros (jamás los que te obligaban a leer), el sexo alquilado, el juego, la música.

Trueba y yo fuimos al último recital de Brassens en París; le llevamos una botella de vino y chorizo
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El tesoro oculto de Brassens

La memoria inmediata puede ser frágil, pero la sentimental es imborrable. O no, dependiendo de los estragos del Alzhéimer y la senilidad. Y yo recuerdo que sufriendo una resaca permanente, un amigo fraternal con el que te entendías sin necesidad de las palabras despertaba mis existenciales brumas cuando él volvía a media tarde de aquella aborrecible y desinformada facultad de Ciencias de la Información obligándome a escuchar a histriones maravillosos como Ferré y Brel, pero ante todo me exigía que escuchara a un cantante nada espectacular, engañosamente monótomo, acompañado de su guitarra y de un contrabajo, que se llamaba Georges Brassens. Si mi francés de bachillerato no entendía plenamente lo que contaba este fulano, él me lo traducía con emoción contenida. Esa voz hablaba de las nubes grises que no podían intuir el futuro de los que se picoteaban en los bancos públicos, de los desenfrenados gorilas cuyos instintos tienen que elegir entre follarse a una vieja o el juez que dictaba sentencias de muerte, de morir por las ideas aunque con muerte lenta, de la súplica para ser enterrado en la playa de Sète. Esa voz, ese tono, esa atmósfera, esa forma de hablar de las sensaciones más perdurables con tanta ironía, complejidad, sabiduría, provocación, naturalidad, lirismo del bueno, transgresión. Teníamos la suerte de que uno de los grandes poetas del siglo veinte tuviera la generosidad de transmitirnos su mundo a través de su propia voz, de eso tan popular llamado canciones, que no fuera un maldito, que contando cosas tan subversivas pudiera enamorar al aristócrata y al plebeyo.

El amigo que me regaló ese descubrimiento, la sensación de que podías sentirte menos solo y de que el universo tenía un autor que hablaba de luz, sombras, alegría, paradojas, melancolía, tristeza, explicación, monstruos, contradicciones poesia, se llamaba Fernando Trueba. En el año 75 (o 76 o 77; habla memoria...) una amiga maravillosa llamada Dolores Devesa, que tenía una casa muy grande, dinero, humor, sabiduría, humanidad, nos invitó a Fernando y a mí a ver el último recital de Brassens en París, en la legendaria sala Bovino. Le llevamos al aparente ogro un chorizo y una botella de vino. Juro que recibió a españoles tan raros y anónimos (Fernando continúa estrábico, mi acné juvenil permanece) con una cordialidad que me hace llorar. Tenía su jersey abrochado hasta la ultima fila, la pipa de vez en cuando en la boca, la cordialidad ante gente muy joven que le amaba, venida de un país subdesarrollado. He imaginado, o a lo mejor es real, que espiábamos lo que podía ocurrir en Bovino despues de despedirnos de Brassens. Juro por mi próstata que después vimos aparecer desde las sombras a una mujer guapa en un coche negro.

Vivo solo, enamorado, razonablemente feliz. Cuando entro en mi casa veo un muñeco gigante de Humphrey Bogart que siempre asusta, aunque estemos familiarizados con él mi novia, mi asistenta y yo. Pero también está un retrato inquietante de Miles Davis cuando cambió por tercera vez la historia de la música en In a silent way. También estan mis niños, o sea, los hijos de mis amigos, mis ahijados, los críos que no he tenido y que me proporcionan felicidad duradera. Y está el anciano John Ford, mirando con un parche en su ojo el ojo de la cámara. Y está Brassens, deseando sus mejores deseos a un chaval de veinte años con el que no tenía nada que ganar. Gracias Brassens, hasta el día en que me vaya.

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