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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ciudad de los mil ojos

Las estrategias de vigilancia conllevan una estigmatización de barrios. Nos encontramos ante un paisaje urbano plagado de herramientas capaces de hacer exclusivo el uso de lo público

Aviso de vigilancia en una ciudad de Málaga.
Aviso de vigilancia en una ciudad de Málaga.García Santos

El espacio público en nuestras ciudades, aquello que siempre hemos llamado calle, plaza o parque, se suele abordar políticamente como un vacío entre construcciones que debe responder a conceptos como la utilidad, la seguridad o el control. Pero lo cierto es que esa premisa tecnocrática lo que hace realmente es prescribir diferencias de uso, segregar y provocar restricciones a determinados grupos sociales, de modo que quedan condicionadas las relaciones de sociabilidad por el tipo de acceso y de uso que se practiquen en estas plazas y calles, o confinándolas en lugares privados o privatizados. Así se escenifica una civilidad deseable en la ciudad, en un teatro urbano en el que el propio espacio público debe atraer a las personas deseadas, entre ellos, consumidores estándar y turistas.

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La gestión contemporánea de estos espacios está centrada en la legitimación de medidas disuasorias como la videovigilancia, punitivas como las ordenanzas o preventivas a partir de ciertas formas de urbanismo. En este proceso, la ciudad queda a merced de la vigilancia, de la inspección en una búsqueda incesante de la ciudad ideal, donde las leyes gestionen el comportamiento de la ciudadanía bajo dispositivos securitarios, manteniendo el riesgo sobre la población dentro de los límites que consideren aceptables para el funcionamiento de la ciudad.

De esta manera, dispositivos como la arquitectura, el urbanismo, los equipamientos públicos y espacios públicos interaccionan entre ellos tejiendo una red de poder que configura el sentido de un lugar en el que el sujeto es expuesto. Y son precisamente esas tecnologías que dicta la ciudad capitalista contemporánea, como estrategias de poder a las que se les dota de un aura de neutralidad científica, las que someten las prácticas sociales a los márgenes de lo tolerable.

Conceptos como el de metrópolis punitiva, que utiliza De Giorgi, o la famosa ciudad revanchista de Neil Smith representan estas estrategias de vigilancia o de recuperación como procesos clave en la ciudad capitalista contemporánea. Nos encontramos por tanto ante un paisaje urbano plagado de herramientas capaces de limitar y hacer exclusivo el uso de lo público. Pondré como ejemplos la videovigilancia, la burorrepresión y el urbanismo preventivo.

En primer lugar, la utilización de las cámaras de vigilancia aumenta incesantemente en los espacios públicos de las ciudades, controlando y grabando indiscriminadamente las prácticas cotidianas (no solo las que se encuentran fuera de la ley), siendo un refinamiento de las estrategias de saber-poder de los gobiernos sobre su población (el caso de China en este sentido es inaudito). La aplicación de estas cada vez más sofisticadas tecnologías encierra a la población hasta naturalizar estas medidas; así, lo que una generación puede percibir como represivo e ilegítimo, la venidera lo aceptará como natural. A pesar de que su eficacia para reducir las tasas de delincuencia está en tela de juicio constante, este dispositivo de control es utilizado tanto para generar una sensación de seguridad (subjetiva y por tanto cuestionable) como, paradójicamente, recrear un sentimiento de desconfianza, pánico o miedo que por supuesto, forja un más que jugoso negocio del miedo. El efecto disuasorio que promete en última instancia no es más que el espejismo de la dispersión del delito, desplazando o invisibilizando el problema.

De forma complementaria, estamos ante una propagación de leyes que normativizan el espacio público que señala precisamente a la población que más utiliza y se expresa en lugares abiertos, mediante la prohibición de ciertos usos como el ambulantaje, beber alcohol (con la excepción cínica de las invasivas terrazas privadas de las hostelería), jugar a la pelota o mediante la criminalización de prácticas culturales tradicionales en espacios públicos. Y aquí la burorrepresión coge fuerza como uno de estos dispositivos gubernamentales, ejerciendo control y fomentando la disuasión mediante causas administrativas (multa y sanción), tanto sobre prácticas activistas como sobre colectivos vulnerables o en exclusión.

Se han incorporado a nuestro cotidiano técnicas de arquitectura defensiva y de urbanismo excluyente, como las puntas de metal en zonas estratégicas para evitar que pernocten los sin techo

Por supuesto, estos dispositivos securitarios conllevan una insistente estigmatización de áreas estratégicas y sectores sociales del barrio. Entre los resultados, podemos encontrar los controles de identidad selectivos, que suelen caracterizarse por ser controles sistemáticos bajo criterios xenófobos, racistas y clasistas. Estos tipos de controles además se dan lugar en nodos de conexión y transporte, imposibilitando la libre circulación y la habitual actividad de la ciudadanía. En algunos casos, incluso se practican “detenciones preventivas”, algo que nos remite peligrosamente al concepto distópico de la “predelincuencia”.

Y tercero. Estos dos dispositivos, videovigilancia y burorrepresión, se están viendo acompañados en la ciudad neoliberal de políticas de geoprevención, que trata de reducir las probabilidades de actos delincuentes mediante el control natural de accesos, la vigilancia natural, el mantenimiento de los espacios públicos o el refuerzo del territorio. Nos referimos a los programas de mutua vigilancia, organizados a través de las asociaciones de vecinos, así como nuevas formas de prevención, privadas y/o autogestionadas, como la vigilancia vecinal (neighbourhood watch), que cuenta con la complicidad de los ciudadanos. Estamos por tanto, ante nuevas estrategias de microvigilancia, en las que es el propio ciudadano el que ejerce de policía. Finalmente, en un intento de esterilizar el lugar se han incorporado a nuestro cotidiano técnicas de arquitectura defensiva y de urbanismo excluyente: desde puntas de metal en zonas estratégicas para evitar que pernocten los sin techo, la eventización y privatización de espacios públicos, la instalación de sillas individuales en lugar de bancos (cuando no su retirada total) o el cese de la gestión de los barrios a entidades privadas.

Estas arquitecturas de control como vemos regulan el encuentro impidiéndolo, gobiernan la interacción obstaculizándola y disciplinan los cuerpos invisibilizándolos.

Ante este panorama, deberíamos pensar otras formas de cogestión de nuestras plazas y calles. Necesitamos una mayor generosidad con otras prácticas que se dan en las calles o las plazas en tanto espacios preeminentes de encuentro, diálogo y sociabilidad. Necesitamos además reparar aquellos espacios públicos –que como aparatos de poder– han trazado una línea históricamente segregadora entre distintos grupos sociales, estableciendo relaciones de dominación, procesos de subjetivación excluyentes y generando desconfianza y paranoia social. Necesitamos poner encima de la mesa con urgencia otros paradigmas de la seguridad, como aquellos que ya se dan entre el feminismo y el derecho a la ciudad. Y por último, necesitamos de manera urgente no caer nuevamente en convencionalismos sociales y soluciones parciales como las presentadas incluso por los municipios del cambio (como es el caso en Madrid de las cámaras de videovigilancia prometidas en Tetuán o en Puente de Vallecas) para abrirnos a otras soluciones y perspectivas sociales posibles.

Jorge Sequera es doctor en Sociología. Actualmente es investigador en la Universidad Nova de Lisboa y miembro de la Oficina de Urbanismo Social.

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