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Seres Urbanos
Coordinado por Fernando Casado
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Espacio Público

El espacio público y sus "intrusos" en Buenos Aires

Presencias inaceptables en las calles bonaerenses

Un vendedor ambulante cuenta su dinero en Tegucigalpa (Honduras).
Un vendedor ambulante cuenta su dinero en Tegucigalpa (Honduras). Gustavo Amador (EFE)
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El espacio público de la ciudad

¿Qué cabe entender por espacio público? De entrada, podría ser una forma de referirnos a los espacios colectivos de una ciudad: calle, plaza, vestíbulo, andén, playa, parque..., entornos abiertos y accesibles sin excepción. En tanto espacio de todos, no podría ser objeto de posesión, pero si de apropiación. Apropiarse de una cosa no es poseerla, sino reconocerla como propia, en el sentido de apropiada, es decir apta o adecuada para algo. Por ello –al menos conceptualmente– la calle o la plaza, en tanto que espacios públicos, no pueden conocer sino usuarios, es decir individuos que se apropian de ellas en tanto que las usan y sólo mientras lo hacen. Ahora bien, ese principio de libre accesibilidad, del que depende la realización de la naturaleza de ese espacio en tanto que público, se ve matizado en la medida en que quien se arrogan su titularidad –el Estado, que entiende lo público como lo que le pertenece– puede considerar inaceptables e inadecuados –es decir inapropiados– ciertos usos que no se adecuan a sus expectativas de modelación de lo que deberían ser los escenarios sociales por excelencia para la mercantilización de las ciudades que administra.

Eso tiene que ver con otras acepciones de la categoría. Así, para el urbanismo oficial espacio público remite a un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado que deberá ver garantizada la previsibilidad de sus apropiaciones. No en vano la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una contribución teórica al objetivo de hacerlas apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad.

Pero en realidad, el espacio público es sobre todo un artefacto ideológico. En paralelo a la idea de espacio público como complemento sosegado para los grandes festines urbanísticos, hemos visto prodigarse otro discurso que lo concibe como materialización de categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso, proscenio en que se desearía ver deslizarse una ordenada masa de seres libres e iguales, que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de cortesía y buenas maneras, conforme a lo que recibe la denominación de "cultura ciudadana". Por descontado que en ese territorio cualquier presencia indeseable es rápidamente exorcizada y corresponde expulsar a cualquier ser humano que no sea capaz de mostrar modales de clase media. Por doquier encontramos ejemplos de esa retórica acerca de qué es el espacio público "de calidad", como en Medellín o Montevideo, por citar dos muestras de cómo se ha incorporado desde no hace mucho ese concepto y sus funciones al servicio del control social y la exclusión.

Eso es lo que el espacio público debería ser y lo es, hasta que se le cae su máscara aséptica y tranquila y se descubre que no era sino simplemente la calle. Y en la calle lo que hay es lo que hay, una realidad hecha de constantes apropiaciones "inapropiadas" por parte de toda la retahíla de impresentables cuya presencia ahí afuera, en los exteriores urbanos, debe ser evitada, controlada, escondida. Para ello se despliegan leyes, normativas, ordenanzas, que persiguen, prohíben, sancionan cualquier elemento que altere el paisaje amable que el consumidor de ciudades espera contemplar: mujeres de las esquinas, cartoneros, vagabundos, inmigrantes, mendigos, chatarreros, inconformes que gritan solos o con otros, desamparados, niños de la calle, sin techo, amantes y enamorados impacientes, vendedores ambulantes, músicos y artistas callejeros… Todo aquel universo humano considerado intruso en una ciudad que no les pertenece.

Esto pasa en las ciudades en venta; casi todas ya. Por ejemplo, en la Ciudad de Buenos Aires también se hace circular el correspondiente manual de instrucciones del buen uso de la ciudad, centrado en la noción anestesiante de espacio público. En relación a ello, y como su contraste, acaba de aparecer una compilación de trabajos de investigación sobre diferentes maneras no permitidas de usar el espacio urbano de la capital argentina, bajo la dirección de Juliana Marcus y publicada por la Editorial Teseo. Su título es Ciudad viva. Disputas por la producción sociocultural del espacio urbano en Buenos Aires y está disponible on line. Los autores son estudiosos del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires y sus aportes recogen un abanico de cuadros conflictivos que tienen en común el desacato a lo que oficialmente se entiende que son "buenas prácticas ciudadanas", en el caso bonaerense su Código Contravencional.

Algunos de los asuntos abordados son las formas de resistencia colectiva en pro del derecho a la vivienda y la ciudad en general, y su represión; las colonizaciones informales de terrenos abandonados en Balvanera y Caballito; como la "humanización" del Microcentro de Buenos Aires quiere decir expulsión de toda una humanidad inconveniente; la presencia considerada escandalosa de personas travestidas o de inmigrantes; el desalojo de un huerto autogestionado en Caballito, o el acoso contra los manteros en Belgrano, Once, Flores o Palermo, que en enero de este año desencadenó disturbios, en la que los vendedores ambulantes ilegales eran mostrados por los medios de comunicación como depredadores del "espacio público ciudadano".

Cada uno de los capítulos de este libro es un testimonio de cómo, en Buenos Aires también, las mismas autoridades que se muestran complacientes con el saqueo capitalista de la ciudad, se muestran inflexibles con cualquier expresión externa de fealdad, pobreza o injusticia o incluso de simple espontaneidad humana. También allí, generadores de ruido o contaminadores visuales mucho más dañinos que otros ven toleradas, protegidas e incluso subvencionadas sus prácticas desfiguradoras de la ciudad, porque pagan impuestos o generan beneficios. En cambio, ninguna tolerancia para cualquiera que sea sorprendido sin los preceptivos permisos para ser ganarse la vida o tan solo ser libre. Todos ellos pasan a engrosar la lista de usuarios desviados o indignos hacia los que desviar el malestar social. Lógica punitiva de poderes locales que, en lugar de erradicar la pobreza, la persiguen, o que entienden demasiado bien hasta qué punto lo que se da en llamar "incivismo" no es otra cosa que la afloración de realidades sociales que no se dejan enmascarar, al tiempo que confirmación de que el desorden social o la creatividad humana no han sido todavía derrotados por el virtuosismo y la "buena educación" burguesa.

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