Presos con discapacidad: un refugio en la cárcel
Para los reclusos con discapacidad intelectual, la cárcel puede llegar a ser “el túnel del terror”. Un infierno para personas que han sido consideradas responsables de sus actos pero que no saben defenderse de los abusos de otros internos. El centro penitenciario madrileño de Estremera es una excepción. En su Módulo Polivalente 2, los presos más vulnerables encuentran refugio.
A JOSÉ le encantan las películas “quinquilleras”. De quinquis. El Vaquilla, el Lute… El crimen de Cuenca no le interesa “porque los torturan y luego resulta que son inocentes”. Le gustan El Fary, Las Grecas y Marisol. Y, sobre todo, Cecilia. “Es mi favorita. Murió joven, como Nino Bravo”. Pero no recuerda la letra de Un ramito de violetas. Habla despacio, como buscando las palabras. Sonríe mucho y, a sus 40 años, su expresión es infantil. Tiene una discapacidad intelectual del 60% por un trastorno cognitivo de etiología tóxica y una inteligencia límite. Desde hace tres años, está en prisión.
Esta tarde le toca estar en los talleres. Hay puzles, y materiales y herramientas para hacer manualidades. Cada uno está a su aire. José, moreno, ojos verdes y chaqueta de rayas marrón, coge unas ceras y Mi primer libro de colores. Mientras pinta de verde la cola del dinosaurio de los Picapiedra, trata de hacer un relato vital que elabora con ayuda de muchas preguntas:
—A ver… Estudié en un colegio de monjas. Hasta los 16 o así. Luego ya nada. Me hice feriante. Vendía globos y esas cosas. Porque a mí los trabajos sucios, como vender drogas y así, no me gustan, ¿sabe usted? Vivía en Albacete, en las Seiscientas [barrio de la Milagrosa, uno de los más marginales de España]. Mi hermano Ángel se mató en un accidente de tráfico y mi padre se gastó todo el dinero de la indemnización en bingos. Yo me emborrachaba todos los días y me juntaba con gente que se emborrachaba. El Moreno, un vecino mío, estuvo ingresado en el hospital por beber. Dos amigos alcohólicos han muerto. Yo ahora voy a Alcohólicos Anónimos los domingos y ya no bebo. Me gustaría casarme y tener una mujer, pero es que resulta que no es tan fácil, ¿sabe? Las chicas se van con los guapos y yo soy un poco el feo de la familia.
Hablar con José deja una sensación rara. Por un lado, extraña que alguien con una discapacidad intelectual tan evidente esté en una cárcel. Por otro, ha cometido varios delitos: tiene causas acumuladas por altercados con la policía ligados a la marginalidad en la que ha vivido y un juez ha determinado que es responsable de sus actos; que tiene capacidad para comprender lo que hace. Parece claro que, dejado a su suerte en un ambiente tan hostil como el de una prisión, lo pasaría realmente mal.
Ahora cumple su condena en un módulo especial de la cárcel madrileña de Estremera, la misma que lleva meses apareciendo en los medios por haber acogido al exvicepresidente de la Generalitat Oriol Junqueras y a otros exconsellers. Pero en el Módulo Polivalente 2 los presos están fuera de los focos. Son 20 (16 con discapacidad intelectual y otros 4 que prestan labores de apoyo), todos hombres. Este no ha sido el primer destino de José. Tras su condena, lo llevaron a Albacete. Allí, un médico, tras observarlo, propuso que lo trasladaran a este entorno más amable y preparado.
En España hay otros dos espacios similares, uno en Segovia y otro en Barcelona (gestionado por la Generalitat, la única comunidad autónoma con competencias penitenciarias), pensados para presos que a ojos de la justicia deben responder por sus delitos pero que no pueden llevar una vida penitenciaria al uso. Si el cociente intelectual considerado normal es superior a 90, el de estas personas suele oscilar entre 50 y 90. Muchos tienen lo que se conoce comúnmente como inteligencia límite. La discapacidad de algunos es muy evidente; la de otros, no tanto. Algunos la tienen reconocida por parte de la Administración (del 33%, del 50%, del 65%…). Otros no. Algunos, además, tienen un trastorno mental asociado, una discapacidad física añadida o consumen drogas.
Estos presos son carne de cañón para otros reclusos, que los manipulan, abusan de ellos, los vejan, les roban, les quitan el dinero…
La cárcel es un lugar difícil, y estos reclusos muchas veces no tienen recursos intelectuales suficientes para enfrentarse a los problemas de convivencia que van surgiendo. Son carne de cañón para otros presos, que los manipulan, abusan de ellos, los vejan, los usan para recados, les pegan, les roban sus pertenencias, les quitan el dinero… “Yo aquí estoy más tranquilo”, asegura Carlos, otro interno del Poli 2, abierto en 2009. “No me están criticando todo el rato y además tengo una celda para mí solo”. La palabra que usan muchos de sus compañeros es la misma: dicen que aquí están “tranquilos”.
Los módulos especiales acogen a un centenar de presos más o menos —el número es muy variable—, todos varones, lo que supone un 20% del total de reclusos con discapacidad intelectual que hay en las cárceles españolas: unos 600 en estos momentos según los datos de la ONG Plena Inclusión, que realiza labores de asistencia. Cuando viven lejos de Madrid, Segovia y Barcelona, muchas veces no es conveniente trasladarlos aunque haya plazas libres porque supone alejarlos de sus familias. En todo caso, cuando se puede, reduce el estrés de los internos y ellos suelen acceder de buen grado a estar más controlados a cambio de tranquilidad, aunque a alguno le cuesta aceptar el estigma de ir al módulo de los discapacitados.
“Son espacios con características particulares”, explica Ángel Yuste, secretario general de Instituciones Penitenciarias. “Se hace un gran esfuerzo terapéutico y los funcionarios que los atienden, un equipo multidisciplinar formado por educadores, psicólogos, trabajadores sociales y juristas, están muy presentes y tienen una sensibilidad especial. Son reclusos vulnerables, pero algunos han cometido delitos graves, como agresiones a los padres o delitos de abuso sexual a menores o a otros discapacitados”.
Rafael es otro de los casos en los que la discapacidad es apreciable a simple vista. Es muy bajito, usa gafas, habla mirando al suelo y tiene infinidad de tics, como darse palmas en las rodillas cada poco tiempo o retorcer el cordón de su sudadera blanca con capucha. Fue a un colegio de integración especial hasta los 20 años y le cuesta comprender el sistema penal y penitenciario.
—Usted es periodista, ¿no? Es que, verá, no sé por qué no me dejan salir ya. Hago lo que me dicen y me porto bien. Algunas cosas las hice mal. Yo entonces no sabía que estaban mal. Ahora ya me lo han dicho y sí lo sé. Pero digo yo que si ahora me porto bien, debería salir.
—Depende de los años de su condena, ¿no?
—Es que yo no soy de familia de gente en la cárcel ni nada. Creo que deberían dejar aquí a los que se han portado mal dos veces. Si solo te has portado mal una vez y ya te lo han explicado, lo normal es que te den otra oportunidad.
Tiene una larga condena por delante: según el informe forense y otros indicios del procedimiento, sabe diferenciar el bien del mal. No hubo atenuante. En su caso, al menos, se valoró la discapacidad. No siempre sucede.
La primera duda que surge al visitar el módulo es cómo trata el sistema penal a este tipo de personas. ¿Comprenden el juicio? ¿Pueden seguir un interrogatorio? ¿De qué depende exactamente que se les atenúe o exima de responsabilidad? Estamos acostumbrados a que se hable de estos temas cuando se trata de personas con patologías mentales y psiquiátricas, pero no tanto cuando tienen una discapacidad intelectual.
El Código Penal dice que está exento de responsabilidad criminal “el que, al tiempo de cometer la infracción penal, a causa de cualquier anomalía o alteración psíquica, no pueda comprender la ilicitud del hecho o actuar conforme a esa comprensión”. Si a la persona se le considera inimputable (es decir, que no es capaz de entender lo que hizo), el juez dicta lo que se llama una medida de seguridad, no una pena, y la persona debería ser internada en un centro especial, no en una cárcel.
El problema es que cuando hablamos de discapacidad intelectual, no hay centros especiales para estas personas. Cuando cometen delitos, solo hay dos opciones: internarlos en un psiquiátrico penitenciario aunque no tengan problemas mentales o en una cárcel ordinaria — uno de los presos del módulo especial de Estremera, de hecho, fue declarado inimputable—. Cuando la discapacidad no anula del todo la responsabilidad de la persona, se puede aplicar en todo caso un atenuante.
Lo normal es que los abogados, cuando sospechan que su defendido puede tener alguna merma en su capacidad intelectual, pidan una evaluación forense. Lo pueden hacer también el juez de instrucción o el fiscal. Y en función de este dictamen el magistrado decidirá si la persona es penalmente responsable o no. Y, si lo es, si se va a atenuar su pena y en qué medida.
Sobre el papel, todo es correcto. Pero en la práctica fallan muchas cosas. La primera, que a veces ni siquiera llega a hacerse esa valoración forense. Nadie, ni el abogado, ni el juez ni el fiscal se dan cuenta de que el acusado tiene un problema cognitivo severo.
En este módulo, por ejemplo, solo la mitad de los presos tienen alguna mención a su discapacidad intelectual en la sentencia condenatoria, y hay muchos casos de varias condenas sobre una misma persona en las que unas hablan de la discapacidad y otras no. En algunos procedimientos ni siquiera se ha valorado el asunto a pesar de que el acusado tenía reconocida una minusvalía por parte de la Administración.
“Pero el problema no es solo la cuestión de la responsabilidad penal”, dice Inés de Araoz, asesora jurídica de la asociación Plena Inclusión, ONG que atiende a presos con discapacidad intelectual en cárceles de toda España. “Según nuestros datos, entre el 60% y el 70% de las discapacidades no se detectan hasta que la persona está ya en prisión. Esto supone que ha fallado todo: el sistema sanitario, el sistema educativo y, por supuesto, el penal”.
Estas personas, además, pueden pasar por un juicio sin haber entendido bien lo que ha sucedido. “La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, ratificada por España y que entró en vigor en 2008, estipula que deben hacerse ajustes en el procedimiento penal para que comprendan lo que está pasando”, explica De Araoz. “Pero esto rara vez ocurre”. Muchos de los presos del módulo de Estremera no saben leer ni escribir. Otros lo hacen con dificultad. Los hay que saben multiplicar y dividir, pero es raro los que pasan de ese nivel. Tienen problemas de aprendizaje.
Laura Galindo, psicóloga, actúa como ‘facilitadora’: está presente en el juicio y explica al acusado lo que dicen el juez y los abogados
Laura Galindo, psicóloga de Plena Inclusión Madrid y la encargada de acudir un día a la semana al módulo especial de la prisión de Estremera, actuó una vez como facilitadora. Ella iba explicando al acusado durante el juicio lo que iba pasando, se aseguraba de que lo comprendía, pedía descansos para que pudiera seguir el hilo y le explicaba bien las preguntas en el interrogatorio. Actuó como mediadora entre el complejo sistema penal y un acusado que no podía seguir por sí mismo el proceso. “Es algo que aún se hace poco”, señala. “Pero creo que en este caso tanto el juez como el fiscal se quedaron con la sensación de que esa persona había tenido un proceso justo. Igual que un extranjero necesita un traductor, o una persona sorda puede necesitar lenguaje de signos, en estos casos hace falta asegurarse de que están comprendiendo lo que pasa”.
Cuando el procedimiento penal no ha detectado nada, es ya en la prisión donde los funcionarios se dan cuenta de que esa persona tiene sus capacidades intelectuales limitadas. “Algunos casos se detectan en la entrevista de ingreso”, explica Silvia, psicóloga de Estremera, que lleva ocho años atendiendo el módulo especial. “Pero en otros casos nos damos cuenta durante el internamiento porque la persona no entiende las órdenes, porque le manipulan otros presos, porque es objeto de burlas o faltas de respeto, porque es muy difícil que siga hábitos de aseo personal por mucho que se lo expliquen… Les cuesta seguir las pautas en módulos grandes, con más de 100 personas, porque a veces ni siquiera comprenden bien lo que tienen que hacer. Aquí, sin embargo, no suelen pasar de 30 y están más controlados y protegidos”.
Álvaro, de 40 años, fue condenado a tres años y un día por tráfico de drogas. Llevó cocaína de Brasil a España. “Me metió un amigo. Luego a mí me pillaron, yo me fui preso y él se fue de marcha. Ya ves qué amigo”. Es extremeño, huérfano de padre y madre, y recibió como herencia terrenos y casas. Es un hombre grandullón, con el pelo corto, casi rapado. Viste chándal azul y lleva cadenas de oro, aros en las orejas, una pulsera plateada y un anillo. En su caso, el dinero no es problema, y habla de ello con naturalidad. Demasiada para una cárcel: todo el mundo se enteró de que tenía dinero. “Cuando estaba en el módulo 12 [uno ordinario] me quisieron quitar mi tarjeta de peculio. Yo no me dejé. Entre siete me cogieron, me llevaron al aula y me dieron una paliza tan grande que acabé en el [hospital] Gregorio Marañón”. Después de ese episodio, en el que perdió la visión de un ojo parcialmente, ingresó en el módulo especial para presos con discapacidad intelectual (él la tiene reconocida por la Administración, en un 65%, y cobra una pensión por ello).
“¿Se imagina usted el infierno?, pues la cárcel normal era así para mí”, relata un preso. “Un túnel del terror del parque de atracciones”
Dice que ahora está mucho mejor, que en el módulo ordinario había mucha tensión. “¿Se imagina usted el infierno? Pues era algo así para mí. Como un túnel del terror del parque de atracciones”. Juan Luis, de 30 años, dice que en este módulo, además, están “más controlados”. “Yo antes tomaba coca y alcohol todos los días. Aquí no consumo nada. Somos pocos y nos vigilan mucho”.
Las actividades son obligatorias. Van a la escuela, a talleres, hacen salidas educativas, actividades de estimulación cognitiva, relajación, control de impulsos, asambleas semanales para expresarse… Los funcionarios, muy implicados en el programa, hacen seguimiento de quehaceres como asegurarse de que se renuevan el DNI si tienen que hacerlo. La idea es que se integren, que aprendan a hacer cosas. Alguno ha llegado incluso a tener un trabajo remunerado.
Los cuatro presos de apoyo tienen varios internos a su cargo y supervisan que hagan todas las actividades. Es una labor asistencial que requiere de mucha paciencia. “Es muy importante que estén todo el día ocupados”, explica la psicóloga. “Necesitan rutinas y supervisión. Se les enseña a administrar su dinero para evitar gastos compulsivos y se trabaja para que adquieran hábitos de higiene y salud básicos como ducharse todos los días”.
Durante la asamblea semanal, que se hace en el aula donde se dan las clases, van contando sus inquietudes ante un inmenso sistema solar pintado en la pizarra y un abecedario colgado en la pared. A uno le preocupa si podrá salir de permiso pronto; a otro si le dejarán ir al baile con mujeres el sábado por la mañana; otro cuenta que quiere hacer un curso bíblico católico a pesar de que es evangélico, porque está aburrido. Muchos de ellos, es evidente por sus preguntas, no están comprendiendo bien para qué sirve una prisión ni el sentido de las penas.
Esta tarde los presos del Poli 2 han estado en el polideportivo de la prisión jugando al baloncesto. A las siete vuelven al módulo a cenar. Manuel —a petición de Instituciones Penitenciarias, y por la especial vulnerabilidad de estos presos, los nombres usados en este reportaje no son los reales— se dirige hacia allí. Tiene 26 años, procede de un entorno de marginalidad y es el preso más antiguo del módulo. Lleva ocho años en él. “Aquí es más fácil no meterte en líos”, dice. “Antes tenía deudas y rollos y me cortaba mucho”. Lo de cortarse es literal. Alto y delgado, enseña los dos brazos y la tripa. Están llenos de cortes que él mismo se ha infligido. “Lo hago cuando me pongo nervioso. Me desahogo así”. Tiene una novia que ha conocido en Estremera, otra reclusa. Dice que ahora está un poco más tranquilo.
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