Más vidas de las que poder contar
Empezar de nuevo a cualquier edad. Dejar atrás el miedo, disfrutar del amor. Mi encuentro con James Salter cambió la forma de mirar la vida.
MI QUERIDO James, todavía me emociono. Te vi llegar aquella tarde lluviosa con una gorra verde a la cafetería del Lower East, como un jubilado más de Babilonia, pero yo sabía que bajo tu gabardina había un uniforme azul, rojo y amarillo sellado con una S. Nos saludamos, tu mirada era extraordinariamente viva, yo estaba nervioso, me imponías: al cabo, eras el hombre que había pilotado aviones en Corea, que era amigo de Robert Redford, que vivió el París de los sesenta, “en aquel tiempo la vida aún no se había cansado de nosotros, éramos apuestos, admirados, y habitábamos un gran museo de placeres desarrollados solo para uno”, que poseía aquella prosa que tanto me asombraba, un maestro en el arte de lo preciso y lo accidental, que dominaba como nadie las formas de la belleza sin gravedad. Hablamos y hablamos, eras cercano, irónico, curioso, te conté que gracias a ti había descubierto una forma nueva de mirar esta vida, tan extraña, tan inmensa, tan corta. Que en tus libros había aprendido en una tarde lo que otros no son capaces de transmitirme en mil páginas: “Se trata de dejarse moldear por la vida como las piedras por el agua, que lo realmente importante no nos plantee la menor duda”.
Tú sonreíste y cortaste el incienso con un gesto: “Nacho, yo sigo aprendiendo”. Me explicaste que se trataba de estar preparado, de poder empezar de nuevo a cualquier edad, en cualquier momento y lugar. De eso se trataba. Después seguimos hablando, recordamos el demoledor retrato del matrimonio de Años luz —“seguimos adelante, aferrados, hasta que no queda nadie, hasta que no nos queda más compañía que Dios, en quien no creemos…”—, de tus poderosas y hermosísimas memorias —“los incidentes dan forma a una persona, los acontecimientos inesperados, las pruebas invisibles”—, de la pura y lúbrica Juego y distracción… Cómo me reí cuando hablabas de los mitos, tan cotidianos para ti: que Paul Newman estaba un poco chiflado, las conversaciones con Irving Shaw, William Styron, Roman Polanski o Jack Kerouac. Tus ojos azulísimos se anegaban de nostalgia cuando me contabas lo que era ver pasar el destello plateado de un MIG, te gustaba el whisky y el vino, recordabas la epifanía que significó para ti la primera vez que entraste en la sala de Las meninas, compartimos la devoción por Scott Fitzgerald.
Cómo me reí cuando hablabas de los mitos, tan cotidianos para ti: que Paul Newman estaba un poco chiflado
Era en tus ojos donde estaba todo, decías que habías vivido más vidas de las que podrías contar, los que explicaban por qué cuando abría uno de tus libros ya solo lo podía cerrar cuando estaba terminado. Te miraba y tenía reminiscencias de sábanas desechas de hoteles franceses, donde minutos antes cuerpos jóvenes se han incendiado —“por la mañana, entre sábanas revueltas, en susurros, se te presenta la vida”—; un regusto a vino blanco en la boca —“en otro tiempo con este vino mojaban los labios de los reyes recién nacidos en Francia”—. En tus ojos habitaba la luz cegadora de un sol frío en la costa de los Hamptons.
Dicen que la muerte te sorprendió haciendo deporte, a los 90 años. Junto a tu vecino en Bridgehampton, el escritor Peter Matthiessen, ambos ya con una provecta edad, teníais la costumbre cada primero de octubre de ir a bañaros a las frías aguas del Atlántico, y luego tomabais un martini en su casa. Y creo que eso resume una actitud ante la vida: no tener miedo, disfrutar del ocio, del amor, la comida y la conversación. Se trata de contemplar la desnudez, la arquitectura, las calles, verlo todo como si fuera nuevo, adquirir un orden de las cosas para poder valorarlas, algo duradero. Eso aprendí de ti. Porque tenías razón, James, los escritores de verdad nunca se retiran, y el único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro. Santè, maestro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.