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Tentaciones

Lo amas o lo odias: el ‘Jurassic World’ de Bayona

Esta semana se ha estrenado la quinta película de la saga Jurassic Park, una superproducción con dinosaurios, el sello de Spielberg y un director español a los mandos

Me pongo Tiranosauria rex, por Pablo León

Fue un impulso irrefrenable. Pasé por delante de un escaparate y ahí estaba ese logo noventero, directo, amarillo, rojo y negro. Tuve que entrar y comprarme la camiseta. Soy carne de cañón: me pones a la venta la camiseta de Jurassic Park la misma semana que se estrena Jurassic World: El reino caído y no puedo contenerme. Llámame millennial. En mi defensa he de decir que la hubiese comprado a la misma velocidad cualquier otra semana del año. Tengo debilidad por el parque.

Técnico de Jurassic World con una camiseta de Jurassic Park, que había comprado por eBay.
Técnico de Jurassic World con una camiseta de Jurassic Park, que había comprado por eBay.

Vi la película de Spielberg a finales de verano de 1993, cuando pensaba de verdad como un millennial. Aunque en Estados Unidos se estrenó en junio, a Madrid no llegó hasta que no aflojó el calor. Eso sí, la fiebre de los dinosaurios se había adelantado al estreno: cromos, muñecos, cómics, la brutal banda sonora (de John Williams)… Los dinosaurios dominaron la Tierra. Al cine fui con mi primo, con mi tía y con su ex. Por alguna razón que no recuerdo, llegamos tarde a la sesión. Me puse Tiranosauria rex. Sí, Tiranosauria porque todos los animales eran hembras; toma parque paritario. Fueron diseñadas genéticamente en femenino, pero el ADN de una maldita rana que se usaba de relleno acabó complicando la historia: “La vida se abre camino”, ya sabéis. A pesar de que he visto la película una veintena de veces (las secuelas, de 1997 y del 2001, no tantas, pero también bastantes; el reboot solo tres), el recuerdo de llegar al cine tarde y no ver cómo un velociraptor se comía a un trabajador me sigue enfureciendo.

En esa época tuve mi primera camiseta de Jurassic Park. Era oversized, claro. Acabó con el logo difuminado. Luego tuve más: blancas y negras. También leí el libro de Michael Crichton. Y repetía como un mantra: “¿Y la cabra?”. Eso último lo hacía en el instituto. A mis compañeros les hizo gracia, pero no de la manera en la que yo esperaba. Tuve gafas de “guau, visión nocturna”, pero eran de plasticucho barato, definitivamente menos “guau” de lo que esperaba. Con Jurassic Park el merchandising subió a otro nivel.

Cuando hace tres años se estrenó Jurassic World, me puse, de nuevo, un poco Tiranosauria rex. Mi parque favorito había entrado de lleno en el vacuo reciclaje cultural: tomemos una historia que funcionó, actualicémosla para seducir a hordas de nuevo público y hagamos guiños al original para mantener a los seguidores acérrimos. Spielberg (como productor) me conquistó de nuevo con esa receta de más es más: dinosaurios más grandes, un parque más grande, tacones más altos… Disfruté de la película. No como la primera vez, pero volví gozoso al parque.

Ahora, que se acaba de estrenar la secuela, con J.A. Bayona en la dirección, he vuelto a sacarme la pulserita para el parque más emocionante del mundo. Si a eso añadimos el toque de terror gótico de Bayona (esa mansión), el volcán, las referencias, y los vehículos con forma de bola y cristal transparente (las girosferas que sustituyeron a los coches eléctricos del original), el placer es asegurado. Llámame nostálgico. En esta ocasión también me puse Tiranosauria rex, pero por otras razones: por no poder ir al preestreno mundial que se hizo en Madrid. Se me pasó al poco. Cuando me hice con la camiseta blanca de logo noventero, ya estaba feliz. Mi alegría aumentó cuando la estrené. Lo siento, pero con Jurassic Park soy de los que no reparan en gastos (ni en gestos).

Eterno retorno, por Jordi Costa

Laura Dern, en el papel de Ellie Sattler, en la primera entrega de la saga.
Laura Dern, en el papel de Ellie Sattler, en la primera entrega de la saga.

En una de las imágenes más recordadas del primer Parque Jurásico de Steven Spielberg, Laura Dern mirada asombrada a un fuera de campo que, en el contraplano, resultaba estar ocupado por los primeros y majestuosos dinosaurios digitales que pisaban la pantalla. En Jurassic World: El reino caído, hay un momento en el que Bryce Dallas Howard repite ese gesto de mirar asombrada al fuera de campo. En este caso, lo que hay no son unos dinosaurios, sino la impresionante mansión de perfiles góticos del magnate multimillonario Benjamin Lockwood. Una mansión que podría ser la hipérbole del escenario principal de El orfanato, la película que reveló a José Antonio Bayona.

En muchos momentos, Jurassic World: El reino caído parece un mash-up entre el universo creado por Michael Crichton y Steven Spielberg y el corpus entero de la filmografía de Bayona: hay, de hecho, una escena en una habitación infantil que parece sacada de Un monstruo viene a verme. ¿Estamos, pues, ante un mega-blockbuster en el que un joven cineasta español ha logrado clavar la pica en Flandes de su imaginario personal o estamos ante el traje a medida que le han escrito Colin Trevorrow y Derek Connelly para que se sienta como en casa?

Portada de uno de los cómics que adaptaron la primera película.
Portada de uno de los cómics que adaptaron la primera película.

Nadie debería poner en duda la alta profesionalidad en la ejecución de Jurassic World: El reino caído, pero argumentar lo del universo personal infiltrándose en franquicia ajena resulta bastante embarazoso, porque ¿hay realmente algo personal en la poética de Bayona?, ¿no son acaso las anteriores películas de Bayona aparatosas y competentes operaciones de reciclaje de un director que, antes que aventurarse por nuevos territorios, arriesgarse y crecer prefiere reconstruir y seguir viendo la misma película que le deslumbró de niño?

El principal problema de Jurassic World: El reino caído es que no es más que la recombinación de situaciones gastadas por el uso. La película incluye algunas situaciones potencialmente imaginativas –el momento en que un paralizado Chris Pratt tiene que esquivar una lengua de lava volcánica, o la secuencia donde los héroes se quedan encerrados con un Tiranosaurio dentro de un contenedor-, pero la incapacidad o el desinterés por resolver –o sublimar- todo eso a través del estilo y la expresividad visual es manifiesta. Y sí, también es una de esas películas contradictorias donde los especuladores capitalistas son el Mal, pero a la protagonista le pone más una mansión que un dinosaurio revivido.

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