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Carta Blanca
Columna
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La vida en una hoja de papel

El autor se retrotrae a su infancia para explicarle al niño de nueve años que fue cómo debe escribir la carta semanal a sus padres desde el internado.

QUERIDÍSIMO GILES. Hoy, domingo día 19 de abril del año 1970, escribirás tu primera carta. Es una gran responsabilidad y un chico que acaba de cumplir los nueve años no está muy preparado para ello, pero la carta semanal a tus padres es tarea obligada en el colegio internado al que acabas de llegar y donde vas a pasar los próximos cinco años. La hoja de papel vacía, aunque sea pequeña y reglada como la que tienes delante, agobia mucho, así que te voy a dar unos consejos que te puedan ayudar hoy, la semana que viene y, espero, para el resto de tu vida, si esto de escribir cartas sigue vigente, claro.

Tienes miedo a la escritura. Tus profesores ya han dictado sentencia sobre tu pésima letra “de araña borracha que se cayó al tintero” y te cuesta no mancharte los dedos, las manos y hasta la boca de la tinta de tu estilográfico plástico Platignum. Ya sabes lo que duele quitar estas manchas con piedra pómez.

El verano se asoma, los días parecen eternos, el olor a hierba recién cortada impregna el aire y te cuesta conciliar el sueño en ese cuartucho compartido

Eres un chico grande, o eso crees. Por eso te han mandado al internado. Tampoco te disgusta. El verano se asoma, los días parecen eternos, el olor a hierba recién cortada impregna el aire y —dado que todavía es de día cuando te meten en la cama— te cuesta conciliar el sueño en ese cuartucho compartido en lo que antes eran las estancias de los criados de esta enorme casa señorial en la campiña inglesa. Los fantasmas no te asustan, y seguro que hay muchos en esta casa gótica y algo tétrica que durante siglos fue hogar de una familia con apellido de pirata, los Hawkyns.

Escribir es acortar distancias, y no solo las geográficas. Tus padres quieren saber que estás bien. Quieren ver tu letra, reconocerte en ella, sentirte próximo y sentirse padres. Así que desinhíbete. Diles que lloras por las noches, pero solo en la primera semana de cada trimestre. Diles que rezas por ellos y que eso lo has convertido ya en superstición, que si te olvidas de ello alguna noche temes que les pueda pasar algo grave al día siguiente.

Diles que la melancolía que te sobreviene por las noches —y que tú mismo provocas, ya que te gusta dramatizar— desaparece por las mañanas, y durante el día tus compañeros, la aventura del campo, del bosquecillo y de los jardines decadentes de la casa compensan el tedio de las clases y de esta lengua muerta que no aguantas, el latín. Y diles, claro y alto, que tu mayor ilusión es volverles a ver.

En el fondo, lo único que hay que comunicar es la verdad. Cuesta encontrar las palabras, eso sí, pero debes saber que tiene otra recompensa, que la escritura te puede servir para ti mismo. Que allí, en esa hojita —­de la que debes cubrir por lo menos una cara antes de poder salir a jugar—, está la vida entera: la libertad, la salvación, la angustia, el amor, el desamor, el llanto, la desesperación, la gloria y la euforia. Hazme caso, niño. Hay quien vive de ello. 

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