Vacaciones en un monasterio
En estos tiempos convulsos, lo original es dejar atrás el móvil, el trabajo y la vida social para sustituirlos por rituales que pautan del amanecer al ocaso. El psicoanalista canadiense David Dorenbaum narra su estancia en un monasterio cerca de Segovia, donde abrazar los ritmos de una comunidad silenciosa puede ayudar, quizá, a descubrir algo más de uno mismo.
LA HOSPITALIDAD ES una práctica común en los monasterios. Del huésped, como regla general, los monjes esperan que se respete la atmósfera de soledad y de silencio, fidelidad al horario, puntualidad para las comidas en el refectorio, así como para la liturgia de las horas si es que se opta por asistir, y que, por la noche, al concluir el oficio de completas, seguido del cual se impone el silencio mayor, permanezca en su celda monástica.
Pasé unos días en el monasterio de Santa María del Parral, situado a las afueras de Segovia. Acudí en compañía del fotógrafo José Manuel Ballester, autor de las imágenes del reportaje. Este sitio privilegiado del siglo XV retiene cualidades excepcionales por ser el último de los monasterios habitado por monjes de la Orden de los Jerónimos. Constatamos que, para el huésped ocasional, el efecto de la estancia en un monasterio de clausura —aunque sea breve— puede llegar a ser de gran impacto.
Con cierta frecuencia retorno al Parral en mi imaginación, a la manera en la que uno retorna a los lugares en los que hemos recibido la revelación de otras realidades distintas de las de nuestra existencia cotidiana, como el lugar de nuestra infancia, de nuestra pubertad, de nuestro primer amor. Desde esta otra dimensión temporal, el espectro del monasterio se me presenta como un espacio que admite un número infinito de posibilidades de comunicación con lo trascendental, a pesar de que durante la estancia los contactos con el exterior, por supuesto, hubiesen estado limitados.
Hay ocasiones en las que mi retorno al monasterio toma la forma de una conversación imaginaria con Umberto Eco, el monje semiótico y autor de El nombre de la rosa, quizá por el hecho de que no se pudo dar con los jerónimos. En otras, me veo situado en los rincones más opacos de sus claustros, desde los cuales evoco las miradas silenciosas de los nueve monjes, casi todos ellos octogenarios, y me llegan atisbos de la acedia que de vez en cuando los aquejaba y que Ballester y yo pudimos percibir al desplazarnos entre ellos —seres cuya travesía no tiene comienzo ni final—. Estas y muchas otras ensoñaciones resuenan en mi memoria, como las voces de sus cánticos gregorianos durante la hora canónica del laudes, al amanecer, y que desde entonces han quedado inscritas en mi escucha y en mi imaginario.
En el drama de la cultura moderna, como lo ha propuesto Octavio Paz, “se acabó la contemplación estética, porque la estética se disuelve en la vida social”. Con el objeto de adentrarse en la vida contemplativa de un monasterio, el huésped se verá en la necesidad de tener que dejar atrás sus nociones de lo humano y lo cósmico, lo religioso y lo secular. De esa forma, sus experiencias se le manifestarán en un espacio y en un tiempo desde los cuales los límites entre el interior y el exterior, lo anterior y lo posterior, lo absoluto y lo relativo, el conflicto entre la integridad y su desintegración, se invierten y se desenvuelven de una manera nunca antes vivida.
Desde el entorno de esta arquitectura de siglos en la que transcurre la vida monacal —los pasillos, las estancias, el huerto y los jardines, las fuentes y los cuatro claustros que forman las cavidades del corazón del monasterio—, los objetos que forman parte integral de nuestra rutina se manifiestan como algo diferente que opera bajo principios de otro orden, el orden de una realidad que no pertenece al mundo que nos es familiar, a pesar de que la piedra sigue siendo una piedra y el árbol un árbol, un ciprés o un pinsapo. En otras palabras, la naturaleza se nos revela en todo su misterio cósmico.
Sin embargo, el tiempo incontenible se contrapone a la clausura. Los edificios monumentales se han ido transformando en monumentos frágiles y los monjes desaparecen gradualmente, no solo por su edad, sino también a causa de las vocaciones perdidas que la ausencia de suplentes ha ocasionado. El silencio creativo corre el peligro de ceder su lugar a un silencio de ruinas. A pesar de que la situación es alarmante, se ha producido un fenómeno inverso, ya que estos senderos de ascesis continúan ganando devotos fuera de los monasterios. La meditación y otras prácticas similares que se orientan hacia la exploración de nuestro mundo interior están cobrando auge. Es claro que para mantener la viva presencia de los monasterios, su perdurabilidad, sería preciso incorporar nuevas formas, nuevas realidades, capaces de oxigenar las formas tradicionales.
Hay una leyenda que relata que un Mozart de 14 años, tras escuchar el Miserere de Gregorio Allegri en la Capilla Sixtina —que por decreto solo podía ser interpretado in situ—, recreó la partitura nota por nota de memoria una vez abandonó el lugar y liberó así a la música de su clausura y del peligro de quedar archivada en el olvido. De una manera análoga, Ballester, con sus fotografías, ha logrado hacer disponibles para nosotros la yuxtaposición de las formas geométricas simples, los juegos de luz y sombra, los gradientes de claridades, los misterios de la noche monástica y del silencio, que hasta ahora habían sido destinados a permanecer dentro del encuadre del monasterio de Santa María del Parral. Para el viajero que no se conforma con el paisaje y que, en lugar de ver, toma fotografías, estas imágenes son una prueba fiel de lo que es capaz de generar la mirada atenta.
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