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MIRADOR
Columna
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Desde cero

Todos nos hemos creído durante cien años que lo que hagamos en nuestra vida diaria es irrelevante para nuestros futuros hijos y nietos

Javier Sampedro
Una niña come tarta en una cafetería de Leeuwarden (Holanda).
Una niña come tarta en una cafetería de Leeuwarden (Holanda). © GETTYIMAGES

La idea que ha dominado la biología de los últimos cien años, y que sigue en muy buena forma, resulta tranquilizadora en un sentido curioso. Nuestro cuerpo se construye con dos linajes celulares separados desde que el embrión solo tiene unas pocas horas. El primero es la línea somática (de soma, cuerpo), que construye el cerebro, el hígado, los huesos y casi todas esas cosas que llevamos a rastras a lo largo de la vida. El casi se debe al segundo linaje celular, la línea germinal, que son el puñado de células que fabrican los óvulos y los espermatozoides, y que por tanto dan lugar a la siguiente generación de humanos.

Como esas dos líneas celulares son compartimentos estancos desde los inicios de la vida embrionaria, todos nos hemos creído durante cien años que lo que hagamos en nuestra vida diaria —forrarnos de bollería industrial, abrasarnos de estrés laboral, chocar contra la botella— es irrelevante para nuestros futuros hijos y nietos. La biografía deja sus cicatrices en la línea somática, en el cerebro, el hígado o los huesos, pero nuestra línea germinal permanece ciega a todo eso y conserva nuestro material genético en su estado prístino e inmaculado. Tras autoinfligirnos todas las tropelías existentes y las que nos inventemos nosotros mismos, podemos ponernos a tener hijos como conejos y generar nueva vida desde cero. Por eso digo que es una teoría tranquilizadora.

Por desgracia, se está revelando incorrecta, o incompleta, que es el eufemismo que se suele usar cuando una teoría científica empieza a hacer agua, como por otra parte es su obligación: las teorías irrefutables no son ciencia, sino teología.

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En septiembre de 1944, un año antes de que la bomba de Hiroshima anunciara el fin de la II Guerra Mundial, el Gobierno holandés en el exilio promovió una huelga de ferrocarriles en la Holanda ocupada por los nazis. En represalia, los nazis embargaron los transportes de comida al oeste del país. Y en noviembre, para colmo, se congelaron los canales. El resultado fue el Hongerwinter, el invierno del hambre: 20.000 muertos y cuatro millones de personas desnutridas. Sus efectos perduran hasta hoy, porque la hambruna no solo afectó a la gente que la padeció directamente, como la niña Audrey Hepburn, sino también a sus hijos y nietos que no han padecido ningún hambre en su vida. Tienen obesidad, intolerancia a la glucosa, diabetes y enfermedad coronaria: una serie de adaptaciones al hambre que ya nadie necesita en Occidente. Los mecanismos (epigenética) van quedando claros en estos años. Nada nace desde cero.

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