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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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Llorar de risa, reír de pena

Manuel Rivas

Hay quienes necesitan crear un enemigo para ocupar el poder e imponer una sociedad uniforme. Y si no encuentran el enemigo, lo inventan. Les basta con una nariz

CUANDO MI MADRE lloraba de risa, nos quedábamos en estado de suspensión. Alertas. Podía llorar de risa al oír los domingos en la radio a Carlos, O Xestal, que era un cómico y músico que había pasado varios años entre rejas por homosexual. Lloró de risa el día en que mi padre, después de varios años de silencio, abrió aquel estuche escondido en el armario y volvió a tocar el saxofón. Siempre me ha sorprendido esa cualidad humana de llorar de risa. Cuando mi madre lloraba de risa, algo inquietante iba a suceder.

Hay gente que llora, o le saltan las lágrimas, sin querer. Y hay también gente que ríe sin querer. Ríe de puro nervio. Recuerdo un amigo de escuela, muy flaco y vulnerable, un niño eterno, que sin embargo se reía cuando le maltrataban. También él lloraba de risa.

Yo no lloro de risa. Pero estoy a punto. Cada día, cada mañana, cuando escucho un informativo o leo la prensa. Sí, soy un neandertal que todavía lee la prensa en una mesa de mármol y tomando un café. Y en esa posición, medio oculto en la maleza impresa, desubicado de Google y demás, escudado en el papel, leyendo entre líneas, otra vez leyendo entre líneas, puedes llorar de risa o reírte de pura tristeza, como aquel amigo maltratado en la escuela. Es la posición más parecida a poner el oído en tierra y oír el jadeo del mundo.

“Yo no lloro de risa. Pero estoy a punto. Cada día, cada mañana, cuando escucho un informativo o leo la prensa

Estoy a punto cada día, pero esta vez no puedo evitarlo. El llorar de risa y reír de pena. Podía ser por la enésima noticia de corrupción, otra foto de exministro detenido, la certidumbre del saqueo público por una especie de hampa empotrada en la política. Ese hundimiento en el bochorno, esa sensación de Estado de desvergüenza. Podía ser por la incapacidad de resolver un conflicto político, como es el de Cataluña por el arte de la política y no de la permanente acometida. Pasolini escribió, poco antes de morir, un artículo genial titulado Yo sé, en relación con los problemas de Italia. Por atrevido que parezca, podemos parafrasearlo y afirmar que hay una solución para Cataluña sin que se empobrezca la democracia ni se rompa España: sin cárcel y sin exilio, sin declaraciones unilaterales y políticas sectarias. Dialogando sin acometer. Lo sabemos y ya lo sabía Sancho Panza: “Tiempos hay de acometer, y tiempos de retirar, y no ha de ser todo Santiago y cierra España”.

Lo que me hace llorar de risa y reír de pena es un libro titulado Pequeño país. Es la primera novela, editada en España por Salamandra, de un joven músico llamado Gaël Faye, nacido en Burundi, en 1982, de madre ruandesa y padre francés.

El prólogo es por sí solo una lección universal. Gaël, Gabriel, pregunta a su padre por la causa de la guerra entre hutus y los tutsis. Van repasando las posibles motivaciones. No hay nada que pueda explicar semejante animadversión.

—Entonces…, ¿por qué están en guerra? —pregunta el niño.

—Porque no tienen la misma nariz.

Y Gaël escribe: “La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien. A partir de aquel día, empecé a fijarme en la nariz y en la estatura de la gente por la calle”. Cuenta cómo los compañeros en la clase comenzaron a observarse las narices y a acusarse de hutus o tutsis. Y cuando proyectaron la película Cyrano de Bergerac, alguien gritó en la sala: “Mirad, con esa nariz, es un tutsi”.

Y el niño Gaël llega a una conclusión demoledora: “Algo diferente flotaba en el aire. Tuvieras la nariz que tuvieras, podías olerlo”.

Así que la producción del enemigo puede comenzar por una nariz. El problema, claro, no son las narices. El problema está en esa voluntad de quienes necesitan crear un enemigo para ocupar el poder e imponer una sociedad uniforme. Y si no encuentran el enemigo, lo inventan. Les basta con una nariz. Lo más frecuente es convertir la idea del otro, del diferente, en una enfermedad. Así ocurrió en la España franquista, cuando se creó un gabinete psiquiátrico militar para efectuar experimentos sobre presos con el fin de identificar los “genes rojos”. La detección de estos “genes” permitiría “la segregación total de estos sujetos desde la infancia y podría liberar a la sociedad de plaga tan terrible”. Es evidente que quienes estaban locos de atar eran esos psiquiatras.

En nuestra historia hemos sufrido ya un exceso de producción de odio. Si hay políticos que para afirmarse necesitan un enemigo, que se miren al espejo.

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