ETA: Caso abierto
Hace 50 años, ETA asesinó al guardia civil José Antonio Pardines. Después llegarían 852 muertos más. Y cerca de 3.000 heridos. La banda terrorista acaba de anunciar su disolución, pero más de 300 asesinatos están aún sin resolver. Son crímenes cuyos autores materiales nunca han sido identificados. Y víctimas a las que jamás se ha hecho justicia. Esta es la historia de la lucha de familias afectadas, Guardia Civil, policía y Audiencia Nacional contra la impunidad de los asesinos.
EL CURTIDO artificiero de la Guardia Civil que llegó el 30 de julio de 2009 al rincón de Mallorca donde una bomba de ETA acababa de destrozar a Diego Salvá y Carlos Sáenz de Tejada logró describir a duras penas el infierno en que se vio sumido: “Siempre recordaré el olor a explosivo y carne humana quemada que te penetra hasta lo más hondo de tu alma. Lo que quedaba del cuerpo de Diego estaba colgado de un árbol. El otro compañero, Carlos, se encontraba a 10 metros, muy hinchado, le había reventado la onda expansiva. Una explosión no solo te mata, pierdes tu cuerpo de ser humano y te conviertes en trozos de carne sin forma”. Diego y Carlos no habían cumplido 30 años.
Han pasado nueve desde aquella masacre. La última de la banda en España. Llueve sin piedad sobre la isla. Ha amanecido un día triste. En el lugar del atentado, una calle sin apenas tránsito en la localidad turística de Calvià, una placa recuerda a los dos guardias. Allí, absorto y empapado, Antonio Salvá, padre de Diego, afirma que tiene grabado a fuego cada segundo de esa mañana. El último abrazo. El atentado. Los rumores. La llamada de un amigo: “Toni, ha sido Diego”. Desde entonces no ha parado de interrogarse. Una y otra vez. Día y noche. ¿Cuántos eran? ¿Quién puso la bomba? ¿Quién dio la orden? ¿Cómo escaparon? ¿Dónde están? ¿Qué nos oculta el Gobierno? Un bucle que ya dura nueve años.
La Guardia Civil ha puesto la operación damocles en marcha. Su objetivo, que ningún asesinato de la banda terrorista quede impune
Preguntas sin respuesta. Nadie ha sido condenado por el doble crimen. Ni por el de los guardias Julián Embid y Bonifacio Martín, en 2003, en Sangüesa (Navarra); ni por el del cabo Juan Carlos Beiro, en 2002, en la localidad navarra de Leitza. Ni por cientos de asesinatos llevados a cabo por ETA desde que el 7 de junio de 1968 acabó con la vida del guardia civil de Tráfico José Antonio Pardines Arcay. Algo inaudito en una sociedad que no consiente un delito de sangre (amplificado por la televisión y las redes sociales) sin un inmediato sospechoso entre rejas. “Nuestra lucha es por la verdad”, explica Antonio Salvá. “Para nosotros no ha llegado la paz. La bomba nos ha reventado tres veces: la primera, el día del atentado; la segunda, cuando te brota un odio irreprimible. Pero es peor la tercera: el olvido. Cuando te hablan de borrón y cuenta nueva es como si ETA matara de nuevo a nuestros muertos. Las víctimas necesitamos saber la verdad, no tantos homenajes. Exigimos que se cumpla la ley. Saber quién los mató. No deseo que les hagan lo que ellos me hicieron. Solo que vayan a la cárcel. Nunca me podrán devolver a mi hijo, pero al menos la herida empezará a cicatrizar”.
“Vamos a llegar al fin del mundo hasta resolver el asesinato de Carlos y Diego”, asegura mirando a los ojos con dureza el teniente coronel Carlos de Miguel, jefe de la Unidad Central Especial 1 (UCE-1) de la Guardia Civil, dedicada a la batalla contra ETA. “Tenemos la firme determinación de seguir trabajando hasta el límite de nuestras fuerzas para solucionar los crímenes no resueltos”, recalca. Cuando viste de paisano (lo habitual entre los agentes del Servicio de Información en su anónimo cuartel general a las afueras de Madrid), podría pasar por profesor de una escuela de negocios; cuando se pone el uniforme, uno se topa con el fibroso oficial multicondecorado que dirige a cientos de investigadores en la lucha antiterrorista. Es el responsable de la Operación Damocles. Tiene la orden de que ningún asesinato de ETA quede impune. Aunque la banda se disuelva. Como explica el también teniente coronel J. R., superasesor antiterrorista del ministro del Interior, “aunque ETA termine no vamos a dejar de investigar. Puede desaparecer la marca, pero no los responsables de los atentados. Y que no olviden que las responsabilidades penales son individuales”.
De Miguel da cuenta del operativo Damocles: “Aunque pasen 50 años el terrorista tiene la espada de la justicia sobre su cabeza. Y nuestra misión es que sea juzgado. Nosotros tenemos también una espada sobre la cabeza: la del tiempo; la de las prescripciones. Por eso priorizamos la investigación de los atentados con víctima mortal, y cuya prescripción no se haya cumplido, es decir, que su responsabilidad criminal no se haya extinguido por el transcurso del tiempo legalmente establecido [en delitos de terrorismo era, hasta 2010, de 20 años, y desde esa fecha, los atentados mortales no prescriben]. Es una carrera contra el tiempo. Porque el análisis de un caso puede llevarte un año. Y no quiere decir que entonces pilles al asesino”.
En torno al jefe de la UCE-1, rodeados por una montaña de informes de grafología, acústica, balística, química, huellas y explosivos; de declaraciones de otros detenidos; muestras de adn; mapas y diagramas; informes de registros, escuchas telefónicas e información llegada de Francia, toman asiento un teniente responsable de los analistas y un comandante a cargo de la elaboración de inteligencia. Su identidad es confidencial. “Del estudio de un asesinato te puede salir la identidad del asesino. Vas creando un modelo. Aplicas un método deductivo (vas de lo general, de la forma de actuar de la banda, a lo particular, al atentado que estás investigando) y otro inductivo (vas de lo particular a lo general, de un atentado con paquete bomba hasta un marco general que permita imputar a los autores intelectuales). Y unes cabos. Cuando había atentados a diario era difícil dedicarse con la profundidad necesaria. Ahora, con ETA derrotada, es el momento de la explotación del éxito”.
—¿Cómo resucitan esos casos?
—Hay dos formas. La primera es que la Audiencia Nacional reabra una causa archivada en su día (y que normalmente esté al límite de su prescripción) y te pida un informe sobre ese atentado, y empieces a investigar y buscar nuevas pruebas. La segunda es que cojas de oficio diligencias antiguas, te las estudies y veas de dónde puedes ir tirando. Te topas con una nota, una carta, una prueba pericial, una declaración que antes no habías visto y hoy puedes relacionar y conectar con otros casos gracias a los programas informáticos. Es un diagrama que va creciendo y a veces te conduce a un callejón sin salida, pero, a veces, sacas petróleo. Y pillas al que se te escapó.
—¿Por ejemplo…?
—Hemos resuelto el atentado con explosivos contra Juan José Aliste, que perdió las piernas en 1995. Y el de Luciano Cortizo, que fue asesinado ese mismo año, y su hija gravemente herida; el del guardia Antonio Ramos, tiroteado en 1986, o una bomba colocada en la calle de Alcalá de Madrid, en 2005, que provocó 50 heridos.
Miles de legajos polvorientos y olvidados. Con su aséptica descripción del atentado, las declaraciones de los testigos (siempre escasos en el País Vasco), las sombrías fotos del lugar de los hechos, de los casquillos, de los efectos personales de la víctima; el esquema de los impactos en su cuerpo; la autopsia. Y el mecánico auto del juez que los archivó. A veces, en días. La mayoría en menos de un año. No había por dónde tirar. Tampoco tiempo. Se trataba de asegurar lo que se tenía y prepararse para el siguiente ataque. Solo en 1980 ETA provocó 89 muertos, 500 heridos graves y secuestró a 22 personas. Muchos están sin resolver. Son los cold cases, asuntos que vuelven a estar en la mesa de los investigadores, jueces y fiscales gracias a los nuevos métodos de criminalística. Y del profundo conocimiento del enemigo.
Algo que han aprendido tras la trágica experiencia de más de 200 guardias y 150 policías (y también 14 servidores de la Justicia) asesinados por ETA. Lo explica el coronel Manuel Sánchez Corbí, durante 30 años pieza clave en la larga marcha contra la banda, hoy responsable de la Unidad Central Operativa (UCO) y autor (junto a la guardia civil Manuela Simón) de un enciclopédico tratado sobre la guerra contra la banda titulado Historia de un desafío: “Llegamos a conocerlos en profundidad, a saber cómo y por qué actuaban; pasamos de ir por detrás y ser cazados como conejos a adelantarnos a sus atentados. No se podía tratar el terrorismo de ETA como una suma de hechos delictivos inconexos. Todo tenía una razón de ser. Y todo quedaba por escrito en sus autocríticas. Era una organización jerarquizada y estructurada, estable en el tiempo, con una ideología inalterable, una continuidad en sus componentes, zonas de actuación fijas y que daba unas órdenes y consignas precisas a sus comandos y su entorno. Ha sido una guerra de información. De tesón, continuidad y capacidad de interrelacionar datos. De conocer sus debilidades. Y eso no se entendía en los años setenta y ochenta. La clave del éxito fue ir a por la organización como un todo, no contra un terrorista concreto”.
Justo lo que no hizo el Estado hasta comienzos de los noventa. Para Baltasar Garzón, juez en la Audiencia Nacional entre 1988 y 2012, el magistrado que revolucionó la instrucción de los asesinatos tratando a la banda como una organización de crimen organizado, “depende de cómo computes lo resuelto, si es desde un punto de vista policial, casi todo está sabido; si es judicialmente, es cierto, el nivel condenatorio ha sido bajo. Y esos delitos pueden haber prescrito, pero a las víctimas se les debe la ‘justicia restaurativa’: tienen derecho a la verdad, a que aclaremos los hechos, a que conozcan la identidad de los perpetradores, a una reparación simbólica y a que tengan la convicción de que el Estado ha hecho todo lo posible por hacer justicia”.
“La lucha contra ETA ha sido una guerra de información, de tesón, de conocer sus debilidades”, afirma el coronel Manuel Corbí
¿Cuántos asesinatos de la banda forman parte de ese inquietante inventario de casos fríos que hoy se pretende desentrañar?
La resistencia contra ETA ha tenido durante medio siglo nombre de mujer. Si al final del franquismo y durante la Transición fueron las viudas, humildes, desperdigadas, olvidadas e, incluso, despreciadas, las que sacaron adelante a sus familias y la memoria de sus muertos, en 1981, tres esposas de asesinados (Ana María Vidal-Abarca, Sonsoles Álvarez de Toledo e Isabel O’Shea) crearon la Hermandad de Familiares de Víctimas del Terrorismo. Habían prendido la mecha. Después llegarían las hijas, las hermanas: Cristina Cuesta, Irene Villa, Consuelo Ordóñez, Marimar Blanco, Maite Pagazaurtundua o Maite Araluce, símbolos de la tenacidad de las mujeres contra ETA.
Tres de ellas, Pagazaurtundua, Cuesta y la abogada Carmen Ladrón de Guevara, se reunieron en marzo de 2010, en Madrid, con el entonces presidente de la Audiencia Nacional, Ángel Juanes. Portaban un informe que les quemaba las manos. En ese análisis (realizado de forma artesanal y sin apoyo oficial), denunciaban “que 349 asesinatos de ETA (de las 853 víctimas mortales computadas por el Ministerio del Interior) carecían de sentencia”, recuerda Ladrón de Guevara, de la AVT. De ese cómputo habían dejado fuera a otras 75 víctimas mortales de ETA cuyas causas, anteriores a junio de 1977, habían sido amnistiadas. Nadie había llevado a cabo nunca una investigación similar. Poco a poco fueron puliendo la lista y llegaron a 311 víctimas. Lo explica Carmen Ladrón de Guevera:
—¿Cuál fue la metodología del informe?
—“Caso no resuelto” no es un concepto jurídico, es más correcto hablar de “asesinato sin sentencia de autor”. Es decir, no hay un autor material que haya sido condenado por ese atentado. Tenemos asesinato y asesinado, pero carecemos de asesino. En esa situación están, según mi cálculo, 311 víctimas, sin contar con los casos que fueron amnistiados en 1977.
Aún hoy se carece de una cifra unánime de casos no resueltos. Depende, por un lado, de si se incluyen o no los crímenes sin resolver pero que fueron amnistiados. Y por otro, de lo que se considera un caso juzgado. Así, las cifras oscilan entre los 379 asesinatos que esgrime la asociación Dignidad y Justicia, los 359 que ofrece Covite (Colectivo de Víctimas del Terrorismo en el País Vasco), los 224 que afirma la Audiencia Nacional y los 204 de un informe encargado en 2014 por el Gobierno vasco. En cualquier caso, demasiados muertos olvidados.
Aquel día de 2010, en la Audiencia Nacional, ese grupo de mujeres irreductibles inició su ofensiva contra el olvido. Justo en el momento en que ETA estaba a punto de abandonar las armas y se comenzaba a hablar del “punto final”. Maite Pagaza, que era en 2010 presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo y hoy eurodiputada, se constituyó en el motor de la investigación. “Llegué a obsesionarme. Nadie se había acordado de los muertos de ETA. Durante más de 40 años hubo familiares que no pudieron personarse en el proceso, jamás vieron el sumario e, incluso, ignoraron que se había celebrado un juicio y tenían derecho a una indemnización. Nosotras no pretendíamos hacer un sesudo estudio jurídico, sino centrarnos en lo humano: en el derecho a la verdad que otorgan las Naciones Unidas a las víctimas. Nuestro criterio de búsqueda era ‘víctimas sin juicio’ o ‘juicios sin autor material’. Nos salieron 349. Y si incluíamos a los amnistiados, el índice de impunidad superaba el 40%. Era un escándalo. Esa situación no ayuda a acabar con el legado de ETA porque provoca la ilusión de que han sido omnipotentes. Y hoy están de potes en la taberna del pueblo. En el País Vasco ha habido un ecosistema del terror. Cada muerte se extendía por círculos concéntricos. En el primero estaba el perpetrador; y en los siguientes, los cómplices, colaboradores, informantes, correos, recaudadores y simpatizantes. Centenares de personas a las que no se puede demostrar nada. Y que vitorean a los asesinos cuando vuelven a casa. Y están volviendo”.
Ángel Juanes, presidente de la Audiencia Nacional, ordenó verificar la cifra de casos no resueltos. Pero nadie sabía dónde estaban los sumarios. A nadie se le había ocurrido durante 42 años reunir las causas de los asesinatos de ETA en un mismo espacio, con una codificación propia y de fácil acceso para los investigadores. Sin un registro informático judicial hasta finales de los noventa (cuando se puso en marcha el sistema Minerva), esa documentación procesal se encontraba dispersa entre los dos depósitos de la Audiencia Nacional, el Archivo General de la Administración, distintos juzgados madrileños y del País Vasco (que desde 1977 se tenían que haber inhibido en favor de la Audiencia Nacional), y múltiples archivos militares. Una veintena de causas habían sido expurgadas (eliminadas) o perdidas.
La persona encargada de localizar esos sumarios fue Carmen Alba, una funcionaria judicial y profesora de derecho procesal que dedicó a esa misión un año y medio. Ocho años más tarde aún se le llenan los ojos de lágrimas cuando recuerda su peregrinaje por los laberintos de la Administración explorando centenares de cajas de legajos que no habían visto la luz en décadas; se topó incluso con parte del sumario extraviado del atentado contra Carrero Blanco: “Fueron momentos muy especiales…, llegaba a hablar mentalmente con las víctimas. Cuando localizaba un sumario miraba al cielo y decía ‘¡ya te tengo!’. Y pensaba en las familias”.
“El problema es que en los libros de registro judiciales y en la portadilla de cada causa no constaba el nombre de la víctima. Era complicado saber a cuál de ellas correspondía cada sumario, continúa Alba. “La víctima no pintaba nada en el proceso. Su nombre no aparecía por ningún lado. Había que identificar el número de causa para llegar a su vez a su instrucción. Y después había que encontrarla físicamente para conocer su estado procesal. Y digitalizarla. Conseguimos identificar todas”.
Según el criterio de la Audiencia Nacional, eran 224 los atentados mortales en los que no se había podido exigir “responsabilidades criminales a sus autores o cómplices”. Una cifra con la que las víctimas no están de acuerdo. “La Audiencia Nacional excluye los casos en los que se ha condenado a algunos colaboradores; o que tuvieron sentencias absolutorias, o que se extraviaron o se vieron inmersos en una cadena de errores. Nosotros hablamos de terroristas que mataron y no han pagado. Y muy posiblemente no pagarán porque sus acciones están prescritas”, asegura Carmen Ladrón de Guevara.
El informe de la Audiencia recalcaba que casi la mitad habían sido perpetrados en los años de plomo, pero también incluía una treintena de asesinatos sin esclarecer ocurridos entre 1992 y 2009. Entre ellos, los de Diego Salvá y Carlos Sáenz de Tejada. La buena noticia era que la Fiscalía (dirigida hasta hace un año por Javier Zaragoza) había logrado en ese tiempo la reapertura de 22 causas de asesinatos de ETA y lo iba a seguir intentando (siempre que hubiera nuevos indicios de peso para la investigación) para evitar su prescripción. Zaragoza, hoy fiscal del Supremo, actualiza su estadillo de los atentados mortales de ETA sin responsables criminales cuando una causa se reabre o un etarra es sentado en el banquillo.
A lo largo de 60 años de existencia, más de 3.700 militantes pasaron por las filas de ETA. De ellos, 3.300 acabaron en la cárcel. Lo que arroja un saldo de otros 400 que, al parecer, no han purgado sus crímenes en prisión (al menos en las españolas). ¿Han escapado muchos etarras al brazo de la justicia? “No lo creo. Y, en todo caso, sabemos dónde están”, afirma rotundo el comisario principal M. R., jefe de la Unidad Central de Información Interior, los expertos antiterroristas del Cuerpo Nacional de Policía.
El comisario y su segundo son dos históricos de la lucha contra la banda. En su base operativa, en el acorazado complejo policial de Canillas (Madrid), explican algunos motivos del elevado número de asesinatos sin resolver: “Durante años hubo muchos problemas para investigar eficazmente. No había toma de adn. Ni teléfonos móviles que pinchar. Ni correos electrónicos que horadar. Y a eso se sumaba una inspección ocular y una toma de muestras muy malas. Tampoco había testificales. Nadie había visto nada. Ni teníamos infiltrados. Y Francia no apoyaba. Todo se solucionaba con las declaraciones de otros detenidos y las escasas fuentes con las que contábamos. Y si nadie cantaba, el caso quedaba archivado.
—Dice usted que saben quiénes son los asesinos.
—Policialmente sabemos quién está detrás de la mayoría de esos 300 muertos. Eran los comandos que estaban operativos en ese momento y en ese territorio. Y hoy están fuera de España. En África y en América Latina (básicamente en Cuba y Venezuela). Salieron de Europa a mediados de los ochenta, cuando las deportaciones desde Francia (donde disfrutaban del estatuto de refugiados), y tras las conversaciones de Argel, en 1989. Son más de un centenar, de los que tenemos localizados a 63, en algunos casos gracias a la colaboración del CNI y sus estaciones en el exterior. Sobre 32 de ellos, a los que denominamos reclamados, pesa una orden internacional de detención. Y hay otros (los históricos asesinos de la banda con decenas de muertes a la espalda) cuyas causas están teóricamente prescritas, pero que no se atreven a volver a España porque no tienen claro si algunas aún están abiertas o han sido reabiertas, lo que supondría su automático ingreso en prisión.
Cuando se pregunta al comisario si están logrando encarcelar a esos huidos, se levanta como impulsado por un resorte, entra en su ordenador y muestra un dosier sobre 35 etarras detenidos fuera de España desde el alto el fuego de octubre de 2011, en Bélgica, Francia, Italia, Reino Unido, Brasil o México. “Aquí no paramos. Nos hemos especializado en cogerlos fuera de España. Trabajamos con las policías de todo el mundo. Sabemos quiénes son los grandes asesinos de ETA. Otra cosa es que haya colaboradores que no hemos detectado; gente que los ayudaba, ocultaba, encubría, transportaba. Y eso es más complicado de dilucidar. Y de exigir responsabilidades, porque, para ser de ETA, no había que tener carné”.
¿Saben realmente el nombre de los asesinos o es un farol del comisario? Cuando se interroga a los investigadores sobre atentados concretos no resueltos, desvían la mirada, adoptan un espeso mutismo o mascullan palabras ininteligibles. Saben más de lo que pueden probar. Han llegado a ser la sombra de ETA.
Durante la realización de este reportaje, este periodista preguntó por uno de esos viejos casos jamás zanjado: el asesinato por ametrallamiento en el centro de Bilbao de una persona de su entorno durante los años de plomo. La causa había sido archivada unos meses más tarde. Nunca se detuvo a nadie. La familia no recibió ni una sola información durante 39 años. La mínima pista. Ni una llamada. Unos días después de iniciar sus pesquisas, el periodista recibía un escueto e-mail policial con esta información: “Según nuestras indagaciones, todo apunta a que el comando que le asesinó estaba compuesto por estos integrantes”. En el correo figuraban cuatro nombres y apellidos. Dos han muerto. Dos están vivos y permanecen en libertad en Cabo Verde y Santo Tomé. Tienen a su espalda (al menos) una docena de asesinatos más. Hoy forman parte de la cúpula de mando del colectivo EIPK, la organización del entorno de ETA que pretende que los huidos regresen a España con el contador a cero. Para el hijo de aquella víctima olvidada de Bilbao, “tantos años sin saber nada, y cuando por fin averiguamos quién mató a mi padre, resulta que dentro de nada vamos a ver cómo reciben a esos asesinos en sus pueblos como héroes. ¿Es eso la reconciliación?”.
Durante décadas las víctimas de ETA no han logrado vivir en paz. No han podido olvidar. “Sin justicia no sales del hoyo”, repiten. Según un estudio llevado a cabo en la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, bajo la dirección de la profesora María Paz García-Vera, “después de que hubiese pasado una media de 21 años desde el atentado, el 27% de las víctimas aún padecían un trastorno por estrés postraumático; el 18%, un trastorno depresivo mayor, y casi el 37%, un trastorno de ansiedad, de manera que el 50% de las víctimas presentaba uno o varios trastornos psicológicos”.
Desde el atentado yihadista del 11 de marzo de 2004, que abrió los ojos a la sociedad, las víctimas han conseguido reconocimiento, indemnizaciones dignas, apoyo jurídico, psicológico y social, leyes y un estatuto. Ha llegado el momento de que sepan la verdad. Y nadie olvide su tragedia. Algo que un puñado de idealistas está intentando materializar en Vitoria en el Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo: una aproximación documental a los peores años de nuestra historia reciente desde la perspectiva de los que sufrieron la violencia. Su objetivo es que sirva de vacuna contra el odio. Son los guardianes de la memoria. Los investigadores del dolor. Los defensores del relato. Los abogados de las víctimas. Y, más allá, según su director, Florencio Domínguez: “ETA es la única que sabe realmente lo que pasó. Ellos provocaron el dolor. Ellos mataron. Que lo cuenten. Y llegará la paz”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.