El nuevo secuestro de Europa
Antes el enemigo era casi siempre único. Ahora se va ampliando: todo lo que se mueve, sean ciclistas o pensionistas en zapatillas rebeldes.
LA ESPERANZA parece haber desertado de Europa. Y el único gran proyecto en los nuevos Presupuestos es incrementar en 10.000 efectivos la policía de fronteras, mientras se reduce la inversión en cohesión social. Aquí y allá, por donde vayas, te hablan de un creciente antieuropeísmo. El objeto político no identificado (OPNI), como definió Jacques Delors a la Unión Europea, está pasando de ser un seductor y abierto lugar de encuentro a una especie de búnker bien abastecido pero lleno de rencores, con paredes donde se proyectan “miedos”, esos paisajes virtuales preapocalípticos.
Para mi generación, Europa era algo más que una esperanza. Era el espacio de una utopía realizable. Después de la historia más dramática, de las grandes guerras y del horror del Holocausto, después de tanta producción de odio, la reinvención de Europa traspasó el mero interés económico para ser imaginada como un espacio de libertad y bienestar, inédito en el mundo por su dimensión. Y también como hábitat de protección para los vulnerables y de refugio para los perseguidos.
En España estábamos desposeídos de derechos, pero nadie nos podía arrancar una propiedad que defender con uñas y dientes: el futuro. Ahora te levantas y tienes la sensación de que nos están sustrayendo la línea del horizonte. Si quieres ver a verdaderos europeístas, no los encontrarás en el puente de mando del OPNI ni en los palacios de Gobierno de los Estados autodestructivos. Tienes que ir a las fronteras y a las orillas, donde todavía Europa, y lo mejor que pudiera significar, está en el deseo de quienes buscan una ranura para entrar.
Frente a esta corrosión, la alternativa para reforzarla sería la producción de solidaridad. Que la gente la perciba como un espacio protector
Son muchas las pruebas de que la Unión Europea es un OPNI a abatir. Desde la oscura historia de la wrench (llave inglesa) del Brexit que Margaret Thatcher llevó siempre en el bolso hasta la última arremetida de Trump: “La Unión Europea la crearon para aprovecharse de Estados Unidos”. Pero también dentro de la propia Europa, los mandatarios y líderes que coquetean con el neoautoritarismo y están convirtiendo el OPNI en una maquinaria distópica, expulsiva y rabiosa. Esa tendencia la resume muy bien la definición de enemigo a la que llegó la entrañable pareja transatlántica Marine Le Pen & Steve Bannon en la refundación del Frente Nacional francés: el enemigo son los “nómadas” (inmigrantes, refugiados, exiliados, feministas, ecologistas…) frente a los “sedentarios”, nosotros, chez nous, en casita de toda la vida. En su momento, el ministro polaco de Exteriores llamó a una cruzada contra esa “Europa podrida” de “vegetarianos y ciclistas”. Antes el enemigo era casi siempre único. Ahora se va ampliando: todo lo que se mueve, sean ciclistas o pensionistas en zapatillas rebeldes.
Hay algo que une todo este magma reaccionario que está secuestrando Europa: la producción de miedo. Frente a esta corrosión, la alternativa para reforzarla sería la producción de solidaridad. Que la gente, y en especial los desfavorecidos, la perciban como un espacio protector frente a la inseguridad en el horizonte laboral y social, en un mundo donde el capitalismo impaciente se aprovecha del abaratamiento humano. Pero prevalece esa otra falsa idea de seguridad, la de fortaleza asediada, la de muros por tierra, mar y aire.
Un amigo que no veía hace tiempo me interpela: “¿Por qué todavía hablas de esperanza? Esa palabra está quemada, ya no significa nada”. Estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo. Estoy de acuerdo. Lo que pienso, le digo, es que hay palabras que tenemos que liberar de las jaulas del conformismo.
La esperanza puede tener el tamaño de un vencejo. En la ciudad donde vivo, llegan a finales de abril, después de volar sin tregua, sin comer ni beber, más de 10.000 kilómetros desde el sur de África. Unos 400 kilómetros al día. Antonio Sandoval, ornitólogo y escritor, me cuenta que estas especies tienen el sentimiento de “filopatria” (amor por la patria o, mejor aún, por la matria) y en muchos casos reconstruyen los nidos donde nacieron. Ha ido disminuyendo el número de vencejos emigrantes, no por renunciar al viaje épico, sino porque encuentran cada año más lugares de anidamiento tapiados. Algunos llegan a morir, heridos y exhaustos, golpeando en las “puertas” de la filopatria.
Pero han vuelto. Vuelan sobre un mundo cabizbajo, con la lógica del asombro en las alas.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.