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Paz en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Colombia: ¿repetir el pasado?

Las elecciones ante el desafío de la paz

Disidentes de las FARC en el departamento de Guaviare.
Disidentes de las FARC en el departamento de Guaviare.Raúl Arboleda (AFP)

La jornada electoral para primera vuelta presidencial del próximo 27 de mayo, en Colombia, será fundamental para decidir el futuro del país. Se abrirán allí dos destinos: o dejamos que las élites conservadoras sigan destrozando el Acuerdo de Paz, cabalgando sobre la impunidad; o damos lugar a una nueva narrativa en la que la opción impostergable sea la esperanza, la dignificación de las personas y la superación de la impunidad.

La firma del Acuerdo de Paz en Colombia fue un acontecimiento de enorme importancia política. Sin embargo, el hecho parece no haber sido movilizador ni significativo para muchos colombianos. Cada día se incrementa la incertidumbre frente a la implementación del pacto firmado entre el Estado nacional y las FARC, a finales del año 2016. Durante las últimas semanas, diversos hechos ponen en evidencia que lo acordado puede estancarse definitivamente. A un año y medio de la firma del acuerdo, es notorio el incumplimiento de los compromisos asumidos por el Estado en materia de políticas públicas, presupuesto, agenda legislativa, reincorporación de combatientes, así como las sospechas de corrupción en la administración de los fondos de la paz.

El presidente Juan Manuel Santos expresa un preocupante desentendimiento y lentitud frente a los desafíos abiertos por este proceso. Al desdén y a la incapacidad institucional del Estado colombiano se le agrega la disidencia y el rearme de varios excombatientes (alrededor de 1.300 hombres), el asesinato de 22 de ellos y el riesgo latente de una judicialización del proceso, donde se nota la mano larga de la Fiscalía colombiana y de la DEA para impedir que la Jurisdicción Especial de Paz (JEP) cumpla con sus competencias. Como si este oscuro panorama no fuera suficiente, se hizo realidad el alerta que habían realizado varios sectores al Gobierno: el copamiento de zonas de influencia dejadas por las FARC por parte de otras estructuras armadas ilegales, con enfrentamientos por el negocio del narcotráfico y demás rentas ilegales, así como por el control social y territorial, bajo la mirada casi siempre ausente y precaria de una institucionalidad democrática frágil.

En este escenario, asistimos a un incremento extraordinario de asesinatos de líderes sociales; la mayoría de fuentes hablan de más de 200, aunque el Fiscal General de la Nación, Néstor Humberto Martínez, y el Ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, se han negado a reconocer la sistematicidad de estos hechos de violencia, atribuyéndolos a "líos de faldas y retaliaciones personales". A esto se suma una campaña electoral a la presidencia de la república, en la cual los sectores de ultraderecha van dejando claro que la apertura política no será posible mientras ellos estén en el poder, manteniendo la posibilidad de reformar profundamente lo acordado, eufemismo con el que pretenden ocultar su voluntad de hacer trizas el Acuerdo de Paz.

Esa misma ultraderecha, que aglutina distintos sectores de poder en el país, ya había hecho parte de la tarea al promover el odio y el miedo para votar por el No en el Plebiscito por la Paz, impedir la reforma política, negar las Circunscripciones de Paz a las víctimas y territorios que han sufrido la violencia, retrasar la agenda legislativa del procedimiento rápido (fast-track), recortarle las competencias a la JEP para salvar de responsabilidad en el conflicto a sectores de las élites políticas y empresariales, y ahora echarle la culpa a las FARC de los fracasos del proceso. Pero dicha situación no puede verse como una excepcionalidad del pos acuerdo en Colombia. Basta con mirar otras experiencias de negociaciones de paz en Centroamérica, para reconocer que irremediablemente pareceríamos estar repitiendo la historia de un fracaso ya conocido.

En la semana del 23 al 25 de abril de 2018, se realizó en Medellín el Congreso Internacional “Para NO Volver a la Guerra. La historia de la paz y la paz en la historia”. Parte de las experiencias allí narradas por sus protagonistas, evidencian algunos rasgos comunes frente a las dificultades que asisten al proceso de paz en Colombia, en una lectura comparada con las experiencias de El Salvador, Guatemala y México: Incumplimiento del Estado como contraparte de los acuerdos firmados. Aumento de la violencia social y precarización del derecho a la vida, que impide que la sociedad civil asuma como propia la paz. Realización de acuerdos de paz en un contexto de imposición, en América Latina, de la economía de mercado y disminución del papel del Estado, dos realidades que operan de trasfondo al incumplimiento de las reformas sociales y políticas emanadas de los acuerdos de paz.

El ministro de defensa de Colombia dice que a los líderes sociales los matan por líos de faldas y de vecinos.

Mantenimiento de un proyecto paramilitar que debilita y agrede la organización social y su apoyo a los acuerdos de paz. Excesiva confianza en los partidos políticos tradicionales, que luego no apoyan u obstaculizan los acuerdos logrados. Arremetida de sectores conservadores contra los esfuerzos de esclarecimiento de la verdad y búsqueda del derecho a la justicia, para mantener la impunidad. La guerra nunca deja nada bueno. Pese a este panorama, las experiencias coincidieron en expresar que la guerra nunca deja nada bueno. Tal vez, sólo para aquellos que se enriquecen con ella y conservan su poder de manera mezquina.

El Acuerdo de Paz firmado en Colombia, ya es de la sociedad, y ese quizás sea el mensaje fundamental que nos dejan las demás experiencias contadas. Para hacer la transición de la guerra a la paz en Colombia hay que comprender los aprendizajes de otros países como propios. Esto nos fortalece como sociedad y nos pone en el camino de defender lo logrado y aportar con fuerza y compromiso a su implementación. El Acuerdo de Paz es un acontecimiento político que ya está en la sociedad colombiana, su desarrollo requiere asumir la dimensión cultural y política que lo sustenta, avanzando en los procesos de democratización y de movilización social que permitan materializarlo. Otro asunto aprendido es que quienes han gobernado históricamente, y los sectores de poder a los que representan, siempre tendrán un repertorio de guerra y un discurso que lo justifique, para evitar cualquier apertura en la que participen los sectores excluidos social, económica y políticamente.

Por todo esto, la jornada electoral presidencial del próximo 27 de mayo será fundamental para decidir el el futuro del país. Se abren dos destinos: o repetimos el pasado y dejamos que las élites conservadoras sigan destrozando el Acuerdo de Paz, cabalgando sobre la impunidad, apropiándose del Estado y de los recursos públicos, manteniendo los cantos de guerra e impidiendo todo cambio democrático; o damos lugar a una nueva narrativa en la que la opción será la esperanza, la dignificación de las personas, la superación de la impunidad, la redistribución de la riqueza, las garantías para las futuras generaciones y la apertura política, coordenadas sobre las cuales se edificaría un Estado al servicio de un renovado proyecto de sociedad en Colombia. Yo, prefiero la segunda.

Diego Herrera Duque es presidente del Instituto Popular de Capacitación, IPC, de Medellín, Colombia.

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