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Rocío Molina, la bailaora extrema que quiere ser madre y contarlo bailando

Vídeo: Fotografía de Javier Salas / Vídeo de Paula Casado y Javier Jiménez
Virginia López Enano

Es una bailaora única. La más revolucionaria de su generación. Lleva el flamenco al límite a base de desobedecer la tradición para volver siempre a ella. Ha cosechado todos los premios. Ha puesto a Barishnikov a sus pies. Ahora busca la fuerza desde la quietud, se ha inseminado para concebir un hijo y quiere contarlo bailando.

TRES NOES ALEJAN el físico de Rocío Molina (Málaga, 1984) del perfil de una bailaora. No tiene altura. No es esbelta. No tiene rostro flamenco. Tres noes que ha oído siempre en bocas ajenas. Que le han hecho sentirse diferente. Pero resulta que, desde los tres años, su empeño ha sido bailar flamenco. Y lo que se graba a fuego en la mente de un niño no tiene borrado fácil. Pasa también que su cuerpo guarda chispa dentro. Por eso le es imposible estarse quieta. Sus carnes las recorren venas que bien podrían ser cables de alta tensión. Si la corriente que transmiten va a sus piernas, el talón se le sube como un resorte al glúteo. Si el impulso se dirige a sus brazos, sus dedos se estiran y atizan con ritmo una barandilla de madera o lo que sea que pille por medio. No tiene altura. No es esbelta. No tiene rostro flamenco. Y pese a eso, la bailaora ha revolucionado el género.

Dice que de niña la llamaban la chinita. Sería porque su cara es redonda. Sus ojos tienen un toque asiático y su nariz, que se repliega hacia arriba desde la punta, deja ver sus fosas nasales. Por ellas coge aire y cuenta: “Cuando era pequeña, la gente me veía y no se podía imaginar que yo quisiera ser bailaora o que me arrancara por tarantos, que es el primer palo que yo bailé”. Explica, durante la sesión de fotos en los Teatros del Canal en una de sus visitas a Madrid, que tampoco pertenece a una familia con tradición flamenca y que a los tres años su madre la apuntó a una academia de baile. A los siete ya sabía que quería ser profesional. Sentía que la danza para ella no era un juego, que se concentraba demasiado. Al cumplir los 13 quiso dar un paso más e ingresar en el Real Conservatorio de Danza de Madrid. Pero desde el Conservatorio de Málaga, donde estudiaba, le advirtieron de que su físico no iba a dar el perfil: “Estaba más anchota, me pilló en pleno desarrollo. Me llevaron al endocrino porque decían que así no podría bailar. Que no me iban a aceptar en las pruebas. Fue muy duro. Siempre he tenido que luchar contra no dar el perfil”. Pero Molina pasó las pruebas y a los 17 finalizó sus estudios con matrícula de honor. “Al final ha resultado ser una ventaja. Como me veía diferente a las demás, empecé a sofisticarme. Me movía una fuerza mayor, y eso ha marcado mi trayectoria. He crecido a base de esforzarme más que otras bailaoras. Por ejemplo, a mí las rodillas, por mi musculatura, no se me estiran de la misma forma. O me cuesta mucho mover la cadera en círculos, como las mujeres. Todo esto me hizo creer mucho más en mí y pensar: ‘Vale, yo no tengo esto, pero voy a desarrollar algo más fuerte: una personalidad propia”.

La bailaora lleva un caftán negro de seda transparente con volantes de Weist & Vintage & Couture.
La bailaora lleva un caftán negro de seda transparente con volantes de Weist & Vintage & Couture.Javier Salas

El palmarés de Molina es extenso: ha recibido lecciones de figuras como Rafaela Carrasco o Eva Yerbabuena, ha bailado en la compañía de María Pagés, ha compartido escenario con La Chana, e Israel Galván le propuso como reto una improvisación. A los 20 años fundó su propia compañía, con la que ha creado cerca de una decena de montajes. Con 26 recibió el Premio Nacional de Danza. Y a los 28 trató de levantar del suelo al legendario bailarín Mijaíl Barishnikov porque este se había arrodillado ante ella a las puertas de su camerino después de verla bailar.

La malagueña ya no es una joven promesa. Se ha convertido en una realidad que con su cuerpo menudo juega a estirar el flamenco hasta donde dé de sí. Los oles se le están cambiando por bravos y las palmas por aplausos. Los más puristas sienten su arte más cerca del teatro o de la danza contemporánea que de lo jondo, pero su baile se apoya en un profundo conocimiento del flamenco clásico. Resulta revelador observar la evolución de su baile a través de la opinión de los críticos. En 2008, Molina estrenó su espectáculo Oro viejo, una reflexión sobre el paso del tiempo. El periodista Manuel Bohórquez vio el montaje y escribió: “¿Cómo va a defraudar una artista como Rocío Molina? (…) Anuncia la próxima revolución del baile flamenco que ya ha comenzado”. Dos años más tarde, a la bailaora le entraron ganas de volar. Dijo que al terminar Oro viejo se sentía vacía, enjaulada. Quería ser libre y creó Cuando las piedras vuelen. Se sumergió aquí en un mundo onírico, introdujo proyecciones, zapateó en top y culote durante parte de la obra. El crítico dijo entonces: “Rocío quiere ir más allá y tiene prisa. (…) Tan grandes son sus saltos que un día de estos se sale del flamenco”.Molina siguió su camino e ideó Bosque Ardora, con la que consiguió un Premio Max a la mejor coreografía. Y Bohórquez replicó: “Anoche me aburrí como una ostra porque, para empezar, Bosque Ardora es un tostón. Y el hecho de que se haya programado en un festival de flamenco, una tomadura de pelo”. A este espectáculo le siguió Caída del cielo, una reflexión sobre la feminidad donde Molina teñía sus ingles, sus piernas y el suelo con una pasta púrpura para representar la menstruación. Si le quedaba algún purista entre el público, quizá con este montaje se bajó del barco. 

Pero no se puede hablar de límites en el flamenco, plantea el escritor y periodista Juan José Téllez. Lo que tiene son gustos. Y no hay que tener miedo a explorar, dice, porque las bases están muy bien cimentadas, se sabe dónde queda el norte: “Conocemos cómo es el baile clásico. Hemos visto bailar a Carmen Amaya, a Vicente Escudero… Contamos con esa brújula y, por tanto, no cabe perderse, sabemos volver a puerto. Lo que hace Rocío es ir al ultramar del baile. Comprobar, como los navegantes antiguos, que más allá no hay monstruos, sino posibilidades de enriquecer el flamenco”. El baile experimenta desde hace unos años, continúa Téllez, la misma revolución que vivió en su día la guitarra con Paco de Lucía o el cante con Camarón. Una evolución con indicadores muy notables. Figuras como Israel Galván, que han ido más allá del horizonte que se les tenía previsto. “Estamos en un momento de reinvención del baile flamenco. Rocío innova y al mismo tiempo conserva un poso de tradición. En su arte se puede ver que el baile es nuevo, pero viene de lejos. El flamencólogo Félix Grande decía de Paco de Lucía que respetaba la tradición, pero la desobedecía, y Rocío responde a ese mismo perfil. Es una absoluta esponja que al mismo tiempo extrae elementos de la danza contemporánea, de la música étnica y de muchas influencias diversas, no solo de las canónicas”.

Juan José Téllez: “Rocío innova, pero conserva un poso de tradición. Su baile es nuevo, pero viene de lejos”

A Molina el flamenco le hace vibrar más que ningún otro estilo. Se busca a través de él. Cuanto más lejos va, más cerca se siente de lo jondo, y no le importa que la crítica piense lo contrario: “Yo no bailo para ellos. Ni siquiera para el público. Bailo porque lo necesito; si no, moriría. Hago lo que quiero en el escenario y me encanta que los espectadores tengan también esa libertad de pensar y decir de mi baile lo que les parezca. Me gusta ver las distintas reacciones de la gente y me resulta divertido cuando se enfada porque yo no lo hago para molestar a nadie. Buenas o malas, provocar emociones es lo que más me gusta”.

Y con Caída del cielo, su último espectáculo, desató un verdadero torrente. Ella misma reconoció entonces que una parte de su público se despidió tras este espectáculo, pero también otra se fidelizó. Con una falda de plástico en su cintura, bailó sobre lo que significa para ella ser mujer, taconeó a ritmo de electrónica, se enfundó dos rodilleras para tirarse de bruces contra el suelo… El montaje resultó tan exigente que su propio cuerpo cambió debido a la rutina física que requería: “Las piernas se me pusieron el doble, que ya de por sí las tenía anchotas. Me he musculado bastante para soportar el fondo de Caída. Durante toda esa época tenía que correr una hora antes de empezar siete horas de ensayo y, sobre todo, disfrutarlo para que no se convirtiera en un sufrimiento”. Molina encontró con esta obra el placer de llevar su cuerpo al límite. “Entrar en trance es algo que busco, llega a ser adictivo. Doy tanto en cada actuación… Dejo una parte de mí y muere otra encima del escenario. Necesito entrar en ese estado y de hecho cada vez es mayor. A veces asusta, pero cuando entras ahí es único”.

Ahora también sabe que es peligroso. Mientras gestaba Caída del cielo, grabó un documental sobre su proceso de creación. En él aparece su madre y cuenta qué siente cuando ve a su hija bailar: “Me duele el alma de ver lo que esa niña da. Me asusta y yo sé que ella busca ese extremo, esa línea que tiene que traspasar para dejar de ser ella y convertirse en ese monstruo”. Fue al ver a su madre con la voz rota y al borde de la lágrima confesar que apenas reconocía a su propia hija cuando se subía a un escenario lo que le hizo darse cuenta de que quizás estaba forzando la máquina demasiado. “Hasta entonces no era consciente. Me sorprendió que lo dijera ella, y pensé: ‘Joé, si es que es verdad’. Hay una parte de autodestrucción muy fuerte que he buscado”. Hasta ahora. Ha llegado al límite. Ya no encuentra ese desgaste físico tan interesante de explotar y tampoco se lo pide el cuerpo. Molina ha entrado en una nueva etapa en la que pretende encontrar la fuerza desde la quietud. Pero la bailaora está hecha de electricidad y el reto que se ha propuesto le resulta de los mayores que ha afrontado en su vida. “Es de locos… No puedo… Me estoy poniendo disciplina para parar, para ensayar menos y dormir más… Pero me gusta mucho sentirme después del cansancio. ¡Fuah! Me tengo que atar a la silla y decirme: ‘Quieta’. Me cuesta muchísimo. Pero ya he avanzado, ¿eh? Ya empiezo a disfrutarlo, y el cuerpo me lo agradece”.

La artista malagueña, en los Teatros del Canal de Madrid, donde actúo junto a Sílvia Pérez Cruz en febrero. Molina luce un vestido de Beatrice B.
La artista malagueña, en los Teatros del Canal de Madrid, donde actúo junto a Sílvia Pérez Cruz en febrero. Molina luce un vestido de Beatrice B.Javier Salas

Su búsqueda de la quietud empezó hace un año. Operaron a la bailaora de apendicitis y tuvo que parar por obligación durante 20 días. Jamás había estado tanto tiempo sin moverse. Notaba que el cuerpo le mandaba dolores que no existían. Le dolía la cabeza. Se ponía de mal humor. Sin que nadie lo supiera, se escapaba a su estudio para estirar. Se ponía una soleá, levantaba los brazos y, al moverlos al ritmo de la música, se le saltaban las lágrimas. “Hasta ahora creo que mi cuerpo me ha dominado mucho porque no era consciente de lo que hacía con él. Ahora sí que estoy escuchándolo un montón porque creo que es el trabajo que tengo que hacer. No quiero dominarle, solo quiero que nos entendamos”.

La quietud le va a venir bien para su nuevo espectáculo. Un proyecto que ha emprendido con Sílvia Pérez Cruz, en quien ha encontrado una sintonía casi mágica y de quien se ha hecho inseparable. Molina aprovecha un impasse de la sesión de fotos para pedirle a su agente que trate de liberarla al mediodía: “Quiero comer con Sílvia”. Cuenta la bailaora que el año pasado aprovechó que le tocaba actuar en Barcelona para mandar un e-mail a la oficina de la cantante, sin conocerla, e invitarla a su espectáculo. Pérez Cruz le contestó con otra propuesta. La catalana cantaba dos días antes de la actuación de Molina, así que la invitó a su concierto. “Me dijo que le encantaría conocerme. Yo de verdad que tenía muchas ganas, pero soy muy fatigosa y después de la actuación me dio mucha vergüenza entrar en su camerino, así que no fui a saludarla. Le escribí un e-mail contándole que me había encantado”. Quizá influida por la fuga de Molina, cuando le tocó a Pérez Cruz acudir de público, sintió la misma vergüenza y tampoco pasó a su camerino. La bailaora la excusa: “Pero me escribió unas palabras preciosas”. El destino quiso que coincidieran al día siguiente en un avión rumbo a Sevilla. La vida se lo estaba poniendo a huevo. Era una obligación. Así que, al llegar, en el mismo aeropuerto empezaron con la “tontería”:

—Es que a mí encanta lo que tú haces.

—Pues yo te canto cuando quieras.

—Pues yo te bailo.

Y ese mismo día Molina fue al concierto de la artista catalana con la intención de taconear, pero sin saber qué. “En ese escenario se paró el mundo. Tuvimos que hablar después y preguntarnos: ‘Oye, ¿aquí qué ha ocurrido?’. No podemos dejar pasar por alto esto porque nunca hemos vivido algo tan potente”. Sílvia Pérez Cruz trata de ponerle palabras a lo que sintió aquella vez: “Fue como si nos conociéramos. Muy bestia. Nos miramos mucho, había muchísima energía, los músicos se emocionaron y nosotras acabamos abrazadas. Recuerdo que le dije: ‘¿Ya nos conocíamos, no? ¿Dónde estabas?”. A ese encuentro le sucedió otro y la cantante se pasó las horas previas pensando en inventarse algo para compartirlo con la bailaora. Molina le contó su nuevo proyecto: la historia de una mujer lesbiana y soltera que quiere tener un hijo, pero que tiene miedo de enfrentarse sola a esa aventura. La artista catalana se ilusionó con la idea. De no haberse dedicado a la música, habría querido ser comadrona, así que se ofreció a servirle de apoyo. Juntas han concebido Grito pelao, y la cantante conoce ahora cómo es trabajar con la bailaora: “Rocío no es nada caótica. Es muy ordenada y previsora, a veces demasiado. Piensa mucho en lo que puede pasar. Me gusta de ella que sabe escuchar. Es generosa cuando habla y cuando presta atención. Es una currante muy bestia. Somos diferentes en el proceso creativo. Yo soy más relajada. Lo sufro menos. Así que nos equilibramos”.

“No quiero aprovechar mi embarazo para dar impulso a la obra. Pueden pasar muchas cosas y me apetece vivirlo como mujer"

Para dar a luz a Grito pelao, que se estrenará en el Festival de Aviñón (Francia) el 6 de julio y se presentará en Barcelona el 18, Molina se inseminó el pasado mes de marzo. La bailaora siente el deseo de ser madre. Quiere vivirlo y contarlo bailando. Conoce el peligro que corre su propuesta artística de ser tomada por algo frívolo e insiste en que su espectáculo no trata sobre una inseminación o un embarazo, sino sobre el anhelo de tener un hijo: “El embarazo igual se da como no se da. Ahora entro en el viaje de hacer los intentos. No quiero aprovecharme o utilizarlo para dar impulso a la obra. Sé que hay muchas mujeres que hacen muchos intentos, no se quedan embarazadas y lo pasan mal. No pienso que esto vaya a ser fácil. Pueden pasar muchas cosas y también me apetece vivirlo como mujer. Lo he hablado con médicos, claro. Me dicen que tendría que ir escuchándome. También he llegado a un compromiso propio de ser, sobre todo, muy responsable y no ponerme al límite. Primero por el futuro bebé, si lo hubiera. Segundo, por mí misma. Tercero, por mi equipo, que no quiero que sufra”. El proyecto no casa bien con la previsión. Molina sabe que, de quedarse embarazada, tendrá que adaptar la obra las veces que haga falta, empezando por sus movimientos y siguiendo por el vestuario.

Su propuesta es autobiográfica y arriesgada. Los avances que ha conseguido a base de trabajar desde la quietud le van a ser muy útiles. Se prepara Molina para volver a romper los muros y, sin pensar en las críticas, dejar atrás el puerto de lo jondo para volver a él con más fuerza. Inicia ahora un nuevo viaje al ultramar del baile. No sabe adónde le llevará, pero sí que regresará con las arcas repletas de material con el que seguir haciendo grande el arte flamenco. 

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Sobre la firma

Virginia López Enano
Trabaja en el equipo de Redes de EL PAÍS. Ha pasado por varias secciones del periódico, como la delegación de Sevilla, Nacional o El País Semanal, donde ha escrito temas de música y cultura. Es Licenciada en Historia y Graduada en Periodismo por la Universidad de Navarra y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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