Rocío Molina baila, y baila mucho
La bailarina y coreógrafa estrena en el Teatro Español una compleja creación con mucho de performance contemporánea
La casa donde se ha producido este estreno tiene una noble tradición de grandes estrenos de danza, de haber albergado la vanguardia y lo mejor de muchas épocas pasadas, lo que ya en sí mismo es una responsabilidad. Piénsese en María Medina (en los tiempos en que Salvatore Viganò era un habitual y que el coliseo se llamaba Teatro del Príncipe), o en Antonia Mercé y Vicente Escudero en los días del estreno madrileño de su “Amor brujo”. Ayer noche, estaba hasta la bandera de un público entusiasmado que terminó en pie ovacionando a la artista. La obra Caída del cielo, que ya tuvo un estreno en el parisiense Teatro Nacional de Chaillot, estará en cartel hasta el día 18.
Rocío Molina (Vélez-Málaga, 1984) es una figura descollante de su generación y de su tendencia (que pudiéramos llamar, para susto de puristas, el ‘neoflamenco teatral’), siempre da su propia nota singular, intensa y hasta empecinada, poseída por sus propios y particulares dioses, a los que suma próceres del arte flamenco de tradición, una fuente de la que no escapa y donde encuentra su aparato referencial. Molina ahora mismo es muy apreciada dentro y fuera de España, tiene seguidores y al parecer su intención artística pasa por los cauces del solo teatral, acompaña de una batería de músicos y técnicos del género.
La asunción de los nuevos lenguajes es algo de lo que el flamenco ya no se librará nunca y que quizás, de maneras más sutiles en unos tiempos que otros, siempre ha producido las energías de vasos comunicantes hacia la nueva música, la plástica escénica o el teatro. Los llamados “terrenos de contaminación” se hacen fuertes. Desde la danza-teatro (o teatro-danza), hoy madurada y asumida, muchos artistas flamencos han ido por esos fueros. Rocío en Caída del cielo incide en ello, lo busca en un ambiente tan desnudo como ‘hight-tech’; se trata de una declaración de intenciones desde la primera escena: la bata de cola blanca, la estatuaria muda y ese largo monólogo gestual en completo silencio o acoplado a una pobre y recurrente electrónica de aprendiz. La misma inmadurez toca a las luces, que no hacen mérito a una pieza con tanta enjundia. Los músicos cumplen hasta cuando homenajean a Metallica.
El físico de la bailarina ha cambiado, y ahora es más rotundo. Coloquialmente se diría que se ha machacado en el gimnasio, y eso le sirve para asentar una estampa fuerte y respondona. Las escenas se suceden en una continuidad obsesiva y brusca, alguna pegada a la tradición, como la del torero y la luna, en un tratamiento original de un tema vernáculo; en otras, como la muy efectista del menstruo, usando del vídeo en directo a manera de telón de fondo hasta cuajar un ritual oscuro. En cada una de ellas hay un toque pasional que a la vez da distancia. No es que la artista sea fría, sino que ella misma se separa de su estética, artificia sobre las evoluciones y los bailes dejando un espacio, que puede ser de reflexión o de búsqueda, siendo innegable que sigue la senda de Galván, hasta a veces quiere ser él.
Un suelo implacablemente amplificado, unos zapatos con punteras de metal y muchos clavos, torturan y mecanizan su zapateado, que llega a momento virtuosos; sus atuendos imposibles, algunos explícitamente provocativos y hasta de duro toque sexual, cumplen bien para enmarcar una estampa rupturista, una busca de sello propio con esa ironía despiadada que abarca al sector del flamenco y consigo misma, siendo quizás la característica más relevante de su plasticidad. Rocío baila bien y mucho; su diálogo gestual con los palmeros, por ejemplo, no es nada banal y muy intenso. La luna de sangre, la ablución final, la ponen en estado de gracia. Caída del cielo tiene dos finales sucesivos, uno en drama y otro en fiesta, donde las uvas del fauno son un toque culto y donde la artista se desmelena acercándose al enfebrecido público.
Babelia
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