Viernes 13 (Parte XIII: La investidura)
El ‘procés’ ya se ha estirado demasiado, hasta la caricatura de sí mismo
Hay una vieja serie de películas de terror slasher llamada Viernes 13, que en el mundo anglosajón, al modo del martes 13, representa la superstición de la fatalidad de ese número, la triscaidecafobia que suele identificarse con la última cena de Jesús con sus doce apóstoles antes de morir, pero que en realidad va de los egipcios a los vikingos. La serie alcanzó 12 entregas, curiosamente sin llegar a la 13, sobre la historia de un chico ahogado que regresa del más allá para impedir la recuperación del lugar dejando tras de sí un reguero de cadáveres. Y la coincidencia ayer del viernes 13, enésimo pleno frustrado de investidura, invitaba a la analogía del procés indepe como película ya trasnochada de horror político con demasiados capítulos hilvanados a partir de un walking dead como Puigdemont que, desde el más allá de las fronteras, se propone impedir que se reconstruya la normalidad en Cataluña, con la elección de un president por la mayoría parlamentaria, para salir del 155.
Este viernes 13 desde luego era fácil percibir que al procés le sucede como a las películas de la serie Viernes 13: ya se ha estirado demasiado, y no ya hasta el hastío o el desencanto, sino hasta la caricatura de sí mismo. El guion delirante esta semana alcanzaba incluso a la Audiencia Nacional, con la decisión de la fiscalía de acusar a los vándalos de los CDR de terrorismo. Aunque lo sucedido encajara en el tipo diseñado para la kale borroka y la presión yihadista, se corre el riesgo de situar a la justicia tan lejos de la realidad como la política catalana, donde, va de suyo, siguen ciegamente persuadidos de que lo suyo es una revolución de las sonrisas intachablemente democrática. Allí, en ese lado, Torrent ha convertido el Parlament en un CDR aunque siempre en los límites de la impunidad. De ahí proponer otra vez la investidura de Jordi Sànchez, retorciendo un fracaso ya consumado. Y entretanto el Parlament ha decidido querellarse con el juez Llarena por —¡alehop!— “golpe de Estado togado”, decisión legítima pero de traca en quienes llevan semanas acusando a sus rivales de ¡judicializar! el conflicto.
Antes o después habrá que poner fin a esta espiral enajenada y asumir que la solución será política, sí, tanto como que la vía judicial también es inevitable. Unos tendrán que aceptar que hay que negociar y otros que no podrán eludir condenas por sedición y malversación. Claro que eso aún parece lejos, porque el procés ha acumulado un dramatis personae a la medida de su guion delirante más cercano a una scary movie paródica: un expresident prófugo que se pasea por Europa con ínfulas de libertador; un exvicepresident recluido en prisión, donde parece haber aceptado el martirio con resignación cristiana; unos dirigentes encarcelados dispuestos a cambiar de relato a la carta, entre la república y la performance; la cabecilla antisistema transformada en perfecta señorita en Suiza, donde la número dos del número dos pide asilo político inventando un nuevo modelo de exilio desde su “prisión interior”; y, por supuesto, Don Tancredo en La Moncloa… Con todo esto, a ver quién es capaz de restituir el principio de realidad.
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