El coste de las malas prácticas
La incapacidad radical del PP para identificar y purgar la mentira y la corrupción en sus filas es lo que acabará con él
En Estados Unidos, un conservador es, desde luego, alguien adverso a los cambios rápidos, alguien que cree que debe preservarse la moral tradicional, que apoya radicalmente el libre mercado y que tiene un fuerte sentimiento federalista. En Reino Unido no existe propiamente el sentimiento federal, pero se incluirá, seguramente, limitar el poder de los sindicatos y exaltar el valor de la sociedad frente al Estado. Lo característico del Partido Popular español, el equivalente local de esos otros conservadores, es que, por encima de todas estas consideraciones, antepone la lealtad al grupo y a sus dirigentes, con total ceguera. Por eso, los tories británicos pudieron echar a Margaret Thatcher en un momento dado, y los republicanos estadounidenses, dejar de lado a Sarah Palin, mientras que en España el PP suda sangre para librarse de Cristina Cifuentes o de personajes como Rajoy. Peor aún, por eso el PP es capaz de acoger con una enorme ovación a Cifuentes en la convención de Sevilla, uno de los momentos más tristes de la historia de ese partido, si no se tienen en cuenta, claro, los bochornosos vítores con que sus diputados acogieron la invasión de Irak.
Es esa incapacidad radical del PP para identificar la mentira y la corrupción en sus filas y de encontrar mecanismos para purgarlas lo que acabará con él; es esa falta de coraje de sus cargos medios lo que les lleva a la catástrofe, según opinan, en privado, incluso algunos de sus dirigentes más jóvenes. “Donde no hay verdad, no hay principios; donde no hay principios, no hay proyecto; donde no hay proyecto, no hay partido”, comentó recientemente una voz conocida, y minoritaria, del PP.
El principal problema en España no radica en la estructura del sistema político. De hecho, el sistema no tiene rasgos autoritarios, sino que parte de una Constitución sólidamente democrática, en comparación con las de nuestro entorno. No haría falta retocar nada de ese esqueleto en cuanto a libertades y derechos civiles para deshacer todo lo que se ha ido levantando de forma defectuosa. No es el sistema político el que está invalidado, sino la política del sistema, como diría Manuel Azaña y como ha comentado el escritor José María Ridao. La práctica de la política en España es un problema porque se ignora la responsabilidad que debe exigirse también dentro de los partidos. Las malas prácticas dentro de las organizaciones políticas están teniendo un coste desproporcionado para el país entero. ¿Cuánto costó la guerra en el PSOE? ¿Cuánto costará la intervención de Pablo Iglesias proclamando que no permitirá “ni media tontería” en cuestiones internas, cuando en realidad de lo que se trata es de saber si Íñigo Errejón dependerá totalmente de la organización podemita madrileña? ¿Cuánto están costando las idas y venidas de los independentistas catalanes, incapaces de recuperar el control de la Generalitat, sometidos a la decisión de Carles Puigdemont?
Aun así, deberíamos huir de la imagen de España como el enfermo de Europa. No lo es, por lo menos en cuanto a calidad democrática del sistema político. Donde nos alejamos de Europa es en las prácticas (y, desde luego, en las políticas sociales). Pero los enfermos graves de Europa son Polonia y Hungría, dos países centroeuropeos donde se están levantando estructuras de Estado autoritarias, que se esculpen en piedra para que, incluso con cambios de Gobierno, no se puedan modificar. Esa enfermedad le costará mucho más a Europa que los problemas de España. Los españoles, al fin y al cabo, podemos cambiar con relativa facilidad la manera en la que afrontamos nuestros peores problemas. Basta con que funcione el debate interno en los partidos y basta con que cambien los Gobiernos.
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