Acacias
La República ha sido hasta ahora solo un horizonte ideal, pero su dilema ante la Monarquía se está convirtiendo en un debate más consistente cada día
La República llega puntualmente todos los años el 14 de abril, se instala durante un solo día en los sueños de muchos españoles y luego desaparece dejando atrás el aroma del pan y quesillo de las acacias junto con las imágenes sepia de los tranvías abarrotados en la Puerta del Sol. Pese a que la historia confirma que aquellos sueños de regeneración, justicia, tierra y libertad acabaron en la tragedia de la Guerra Civil, el tiempo que todo lo dora ha convertido la República en un ejercicio de higiene mental, en una forma de poesía política. De hecho podríamos celebrarla tomando un refresco de zarzaparrilla o un julepe de menta. Quedan pocos ciudadanos que la vivieron, la mayoría de los españoles solo la imaginan, pero esa misma irrealidad juega a su favor porque permite recrearla a la medida de la esperanza y la melancolía frente al descalabro moral de los políticos que hoy nos gobiernan. La República ha sido hasta ahora solo un horizonte ideal, pero su dilema ante la Monarquía se está convirtiendo en un debate más consistente cada día. De momento esa aspiración ya es un reto añadido del soberanismo catalán, que inyecta todavía más idealismo al sueño de la independencia. Un presidente de la República no contamina la institución. Si es incompetente se le derriba, pero en la Monarquía el símbolo del Estado se encarna con una unión hipostática en una persona, que debe el cargo a un capricho de la genética. Un espermatozoide entre varios millones inicia la escalada hacia el óvulo y el ganador se convierte en rey o en reina, que llega a este mundo predeterminado a confundir su carácter con el destino de una nación. En este dilema político la República aparece como un ideal indeleble, que se acrecienta con los errores que pueda cometer la Corona, hasta el día en que, si los errores persisten, la hagan necesaria e ineludible.
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