Jerusalén, la eterna encrucijada
Judía laica, ultraortodoxa, árabe y cristiana, Jerusalén no es una sino sucesivas ciudades y, lo que es peor, enfrentadas. El fascinante curso de su historia y su cultura contrasta con su cruel devenir en manos de la política, la violencia y la desesperanza. La decisión de Donald Trump de reconocerla como capital de Israel no ha ayudado a apaciguar la vida en “la ciudad imposible”.
NO CREO QUE mi generación vaya a ver el fin del conflicto en Jerusalén, y menos aún tras la decisión de Donald Trump de reconocerla como capital de Israel”, asegura el historiador Meir Margalit mientras menea la cabeza en el Instituto Van Leer, un remanso de sosiego en el tráfago de la Ciudad Santa. “En Jerusalén existen tres narrativas superpuestas, pero hostiles, en un mismo espacio. Tres sistemas culturales que luchan por imponer su propia versión: el judío laico, el judío religioso y el árabe [palestino]”. Cada uno representa aproximadamente un tercio de sus cerca de 900.000 habitantes. La urbe se extiende hoy sobre 124 kilómetros cuadrados a ambos lados de la Línea Verde, una zona de separación sembrada de alambradas y barricadas que la dividió hace 70 años, cuando el recién fundado Estado de Israel se apoderó de la parte occidental, hasta 1967, en el vuelco histórico que supuso la guerra de los Seis Días. El Gobierno israelí sostiene que ha encarnado la capitalidad del pueblo judío durante 3.000 años y la del Estado hebreo desde 1948. Pero los palestinos reclaman el este de la urbe como capital de su futuro Estado.
Margalit (Buenos Aires, 1952) emigró a tiempo para combatir con 21 años en la guerra de Yom Kipur en el Sinaí antes de caerse del caballo de la derecha sionista que cabalgaba en Argentina y abrazar la fe de la izquierda pacifista israelí. Concejal durante 10 años en el Ayuntamiento de Jerusalén por el partido Meretz, es autor de Jerusalén, la ciudad imposible, una obra por la que acaba de recibir el premio de ensayo que concede la editorial española Catarata. “No es una, son varias ciudades. El término hebreo ‘Yerushalaim’ y el árabe ‘Urshalim’ son formaciones lingüísticas plurales, que deberían traducirse como los Jerusalenes”, explica, y pone como ejemplo los tres departamentos en que se divide el sistema escolar que pervive en la ciudad: el de educación normalizada (laica), el ultraortodoxo y el árabe. Cada uno tiene sus propios programas.
Entre las callejuelas del barrio cristiano de la Ciudad Vieja, un portal que parece extraído de la era de los cruzados da paso al colegio del Pilar. En la azotea de la que hasta 1923 fue sede consular ondea la única bandera española izada dentro del recinto amurallado. Lo dirige la madre Marta Gallo (Burgos, 1944). “Jerusalén es un lugar agresivo”, avisa esta misionera de las Hijas del Calvario curtida en Zimbabue. “Durante los acuchillamientos de los últimos años he tenido que acompañar más de una vez a alguna niña pequeña hasta la puerta de Damasco; sus padres no podían franquear los retenes policiales”, relata casi como si se tratara de una anécdota.
La Asamblea General de Naciones Unidas aprobó en 1947 un plan de partición de la Palestina bajo mandato británico, recogido después en la resolución 181 del Consejo de Seguridad, que declaró Jerusalén corpus separatum bajo control internacional. Marta Gallo acude cada madrugada desde hace 16 años al rezo del cercano Santo Sepulcro. Luego abre las puertas del centro, en el que estudian dos centenares de alumnas cristianas y musulmanas de entre 4 y 18 años, casi todas con escasos recursos. “Aquí seguimos el programa oficial de la Autoridad Palestina, que nos facilita los libros de texto, pero también dependemos del Ministerio de Educación israelí, que nos ha obligado a instalar wifi en cada clase”, detalla.
Dos sistemas de transporte público discurren separados por las calles de cada sector urbano. A un tiro de piedra de la Ciudad Vieja y frente a la estación de autobuses del Este, la palestina cristiana Dolin Qaquish, de 22 años, llega jadeando a la cafetería del hotel Jerusalén. Viene desde una cárcel de la región del Negev, en el sur de Israel, donde ha visitado a su hermano mayor, que cumple 12 años de condena por herir a cuchilladas a dos israelíes ante la puerta de Damasco, el principal acceso al barrio histórico musulmán.
Desde que estalló la intifada de los cuchillos en 2015 han muerto unos 300 palestinos, 50 israelíes y 7 extranjeros.
Una lágrima discurre en paralelo al piercing que le perfora la aleta izquierda de la nariz mientras narra su visita a la prisión del Negev. “La Ciudad Vieja se ha convertido en una zona militar”, censura, aludiendo a la reciente construcción de puestos permanentes para la policía de fronteras (cuerpo militarizado) en Bab al Amud, como los palestinos denominan a la puerta de Damasco. “Me he criado en la Ciudad Vieja y seguiré viviendo aquí, pero no hay razones para el optimismo. Puede que haya que esperar 100 años a que cambien las cosas”. Antes de graduarse en Periodismo en Ramala, sede administrativa de la Autoridad Palestina situada 20 kilómetros al norte de Jerusalén, Dolin Qaqish estudió desde los 6 hasta los 12 años en el colegio del Pilar de Jerusalén.
Tras el estallido en octubre de 2015 de la llamada Intifada de los cuchillos, una ola de violencia se ha cobrado la vida de medio centenar de israelíes, siete extranjeros y más de 300 palestinos, dos tercios de los cuales fueron abatidos por las fuerzas de seguridad al ser considerados atacantes. En la Ciudad Vieja, el “choque religioso y de civilizaciones se escenifica aún con más virulencia”, subraya Margalit. Después de más de dos décadas de trabajo social en la ciudad y de un decenio de actividad en la gestión municipal, contempla Jerusalén como una metrópoli “fragmentada por barreras étnicas, religiosas, identitarias, psicológicas…”. En definitiva, una “no ciudad” que se dirige hacia una “reacción explosiva”. Los 300.000 palestinos que la habitan carecen de ciudadanía en su ciudad natal. Desde 1967, 14.000 de ellos han sido privados del permiso de residencia por las autoridades israelíes.
La guerra de los Seis Días que libró el Ejército hebreo hace 50 años contra una coalición de Estados árabes se saldó con la ocupación de Jerusalén Este, incluidos los santos lugares de la Ciudad Vieja. En 1980, la Kneset (Parlamento) aprobó la anexión del sector oriental y de poblaciones anejas de Cisjordania a la “capital eterna, unida y permanente de Israel”. La comunidad internacional ha venido condenando desde entonces la medida unilateral como contraria a la ley internacional.
La barrera construida por Israel en Cisjordania a partir de 2002, después del estallido de la Segunda Intifada, se plasma en el término municipal de Jerusalén en altos muros de hormigón que han excluido de hecho de la ciudad algunos de los núcleos palestinos que fueron anexionados. Miembros del actual Gobierno de Benjamín Netanyahu, considerado por muchos de sus detractores como el más derechista en la historia de Israel, plantean ahora la segregación de esos distritos por razones de seguridad. “Quieren sacárselos de encima”, traduce Margalit, para postergar un sorpasso demográfico palestino en la Ciudad Santa. Entre la incuria patente del Este y el aparente orden del Oeste median “dos mundos”, destaca el antiguo edil. “No hay sociedad multicultural posible ante la asimetría entre la comunidad israelí, hegemónica, y la palestina, subordinada”. En Abu Dis, Shuafat, o Kfar Aqab —en la tierra de nadie situada al otro lado del muro de separación—, viven más de 100.000 palestinos. Al atravesar el paredón de hormigón se penetra en una dimensión de abandono de toda noción de ciudad. No es ni judía ni árabe.
Extramuros, Enash Jubran, tendera de 33 años, vive con su marido y sus cuatro hijos en Kfar Aqab, en un piso con vistas al muro gris donde alguien ha pintado una puerta con la inscripción en inglés “Exit” (salida). No está lejos del paso de Qalandia, frontera en la principal vía que lleva desde Jerusalén a Ramala. Las lluvias de invierno han generado un mar de barro en torno a los bloques de 12 alturas construidos sin licencia. La basura flota en el fango.
Hace un año que se mudó con su familia desde el campo de refugiados de Shuafat, donde se crio en el seno de un clan palestino desplazado por el nacimiento del Estado hebreo en 1948. Posee la tarjeta de la UNRWA, la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, un carné de identidad israelí y paga las tasas locales del Ayuntamiento de Jerusalén aunque muchos creen que reside en Cisjordania. También le debe a un banco 250.000 sequels (unos 58.000 euros), algo más de la mitad de lo que cuesta su vivienda.
El conflicto se da entre proyectos antagónicos que niegan legitimidad al vecino por razones étnicas o religiosas
“El Ejército nos ha notificado la próxima demolición del edificio después de meses de pleitos. Volveremos a ser refugiados otra vez”, explica con más tristeza que rabia. “Aunque llevamos toda la vida de mudanza, ya estamos hartos de sentirnos exiliados en nuestra propia ciudad. Yo soy de Jerusalén…”. Frente a su balcón, los obreros siguen construyendo nuevos bloques sin permiso para familias con vidas divididas por el muro. “Por el paso de Qalandia, son 40 minutos en coche hasta el centro, pero siempre hay problemas: a menudo tenemos que cerrar las ventanillas por los gases lacrimógenos. Es como vivir en otro país”, describe Enash Jubran a propósito de su trayecto cotidiano.
En Jerusalén, la ciudad imposible, Margalit intenta sintetizar el drama de esta urbe, el conflicto entre “proyectos antagónicos que en nombre de la pureza étnica, nacional o religiosa niegan la legitimidad del vecino”. Los palestinos se suelen dejar ver —en especial mujeres y jóvenes— por la zona occidental de Jerusalén cuando desciende el nivel de violencia, pero como observa el exconcejal, “solo circulan puntualmente por centros de trabajo, oficinas públicas o centros médicos y comerciales, en una suerte de ‘movilidad restringida”. Puede haber roce, pero apenas hay contacto, solo desconfianza.
Nacido en Lisboa hace 75 años en una familia judía melillense, José Benarroch abandonó la Universidad Complutense en 1969 para concluir los estudios de Derecho en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Revela que se lo recomendó el propio David Ben Gurión, fundador del Estado de Israel, cuando le invitó a la aliyá (inmigración). La Ley del Retorno israelí permite a un judío de cualquier parte del mundo establecerse en Israel y obtener automáticamente la ciudadanía. Lo recuerda en un concurrido restaurante del distrito de Baqa, cuyas elegantes casas, habitadas mayoritariamente por árabes hasta 1948, conforman ahora un vecindario de clase media judía.
“No cambio Jerusalén por ninguna otra ciudad del mundo”, asevera Benarroch, que pasó por el servicio diplomático israelí antes de dedicarse a la gestión universitaria. “Su espiritualidad única, su rico entorno intelectual… Aunque, desde luego, no viviría en Meah Shearim [el principal barrio ultraortodoxo], prefiero espacios más abiertos como este”, confiesa. “¿Para cuándo un Estado palestino?”, repite la pregunta que se le formula para poder meditar mejor una respuesta. “Existe un gran recelo entre la población israelí”, argumenta. “Tardará en llegar un futuro de armonía”.
Por lo general, resulta raro que un ciudadano judío atraviese la simbólica separación de la Línea Verde hacia los barrios palestinos, si bien más de 200.000 israelíes se han instalado en asentamientos en Jerusalén Este a partir de 1967. Colonos nacionalistas radicales viven ahora también en el barrio musulmán, e incluso en el cristiano, de la Ciudad Vieja, protegidos por guardaespaldas privados y por las fuerzas de seguridad, y en distritos históricos cercanos, como Silwán, una barriada al sur del recinto amurallado con aire de favela donde 450 colonos se han asentado entre 20.000 palestinos.
Otro veterano conocedor de Jerusalén, el periodista y escritor barcelonés Eugenio García Gascón, afincado en la Ciudad Santa desde hace 27 años, coincide con el diagnóstico pesimista de Margalit. “Un espacio que se sustenta sobre las etnias, es decir, sobre la división de las comunidades, está condenado a no vivir en paz”, previene. Entre otras obras, es autor de dos dietarios sobre Jerusalén, el último publicado en 2017 bajo el título La derrota de Oriente (Libros del K.O.). “La existencia de cada grupo gira alrededor de sus creencias, sin mirar al bien común. Al contrario, miran más a lo que les separa como comunidades que a lo que les une”. Su respuesta llega tras un encuentro en la terraza del Café de París, situado frente a la sede de la residencia del primer ministro de Israel, en el distrito acomodado y mayoritariamente judío laico de Rehavia. En un gesto de reconciliación con la personalidad múltiple de una urbe en la que lleva media vida, García Gascón confiesa en su segundo dietario que ha regresado “sin resentimientos” al café del que desertó años atrás cuando se transformó en un local kosher, conforme al ritual judío.
Donald Trump ha anunciado el traslado de la Embajada de EE UU a Jerusalén coincidiendo con el 70º aniversario de la fundación del Estado de Israel, el próximo 14 de mayo. Hasta 13 países latinoamericanos llegaron a contar con representación diplomática en la parte occidental de la Ciudad Santa, pero todos acabaron trasladando sus legaciones a Tel Aviv después de la anexión de la zona oriental en 1980. Guatemala y otros Estados parecen dispuestos a seguir los pasos de Washington, en un cambio de paradigma que ha sido mayoritariamente condenado de nuevo en la ONU.
“La ciudad precisa una separación funcional, necesita ser dividida para poder estar unida algún día”, concluye Margalit mientras recoge sus papeles en una mesa de la biblioteca del Instituto Van Leer, por donde se asoma la línea vanguardista del edificio hacia un jardín próximo a la residencia del presidente del Estado. Cree que no vivirá para contarlo, pero el historiador predice que “la ocupación se acabará colapsando en una crisis política por la limitación que supone para la democracia de Israel y por la discriminación que impone a otro pueblo”.
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