La bahía de los cangrejos fantasma
En Japón, unos extraños crustáceos reproducen en sus caparazones los rostros de los samuráis ahogados en una batalla


“¿Cómo se consigue que el rostro de un guerrero medieval quede grabado en el caparazón de un cangrejo?”, se preguntaba Carl Sagan en un episodio de su serie de televisión Cosmos. Para saberlo hay que remontarse al 25 de abril de 1185 y la batalla naval de Dan-no-ura, que puso fin a una guerra entre clanes samuráis por el control del poder en el Japón medieval.

La flota del clan de los Genji, liderada por Minamoto no Yoshitsune, y la de los Taira (o Heike) se enfrentaron en los estrechos de Dan-no-ura, en el mar interior de Japón. Favorecidos por los vientos y la marea, las fuerzas Minamoto aplastaron a las del clan Heike, entre las que viajaba el emperador Antoku, de siete años, junto con toda su corte. Al presentir la derrota, la abuela de Antoku tomó al niño en sus brazos y se arrojó al mar. Los valerosos guerreros Heike y su líder Tomomori siguieron su ejemplo y saltaron por la borda de sus barcos. Todos se ahogaron.

La leyenda cuenta que el espíritu de estos guerreros vive aún en las profundidades del mar, encarnado en el cangrejo Heikegani (Heikeopsis japonica), una especie de crustáceo que solo vive en la bahía de Shimoneseki, entre las islas japonesas de Honshu y Kyushu. El curioso fenómeno se debe a siglos de selección natural: durante generaciones, por superstición, los pescadores de la zona habrían evitado coger aquellos cangrejos cuyo caparazón les recordaba una cara humana (un fenómeno psicológico conocido como pareidolia que hace que la mente tienda a formar imágenes reconocibles a partir de formas aleatorias), devolviéndolos al mar.

Otro misterio con diez patas: cada año, la isla australiana de Navidad (no confundir con la isla homónima en el archipiélago de Kiribati) se convierte en escenario de una de las grandes epopeyas animales: la migración del cangrejo rojo (Gecarcoidea natalis), endémico de la isla. Al comienzo de la temporada de lluvias (octubre o noviembre), alrededor de ciento veinte millones de crustáceos abandonan al unísono las selvas del interior de la isla para dirigirse hacia el mar y aparearse, en rojas oleadas que sortean todos los obstáculos y obligan a cerrar temporalmente las carreteras.
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